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Javier Martín
Túnez
EFE
El asesinato del general iraní Qassem Soleimani, víctima de un drone, el arma más efectiva de la nueva guerra asimétrica, parece un viejo intento de Estados Unidos por recuperar su influencia en Oriente Medio a través de tácticas obsoletas de la Guerra Fría en un tiempo en el que los ejes de la geopolítica mundial se han transformado y el equilibrio de fuerzas se ha diluido con la entrada de actores como Turquía y Rusia.
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Teherán y Washington entraron en conflicto en 1979 después de que el ayatolá Rujola Jomeini se apropiara de las protestas populares y convirtiera una revuelta social en una revolución religiosa que acabó con el dictadura del Sha de Persia, principal aliado musulmán de la Casa Blanca en una región entonces vital para su estrategia. La caída del Sha afectó a Israel, que sumó Irán a la amplia lista de estados enemigos, y a Arabia Saudí, que le reemplazó como aliado musulmán dominante.
Con una Rusia entonces declinante, ambos estados decidieron evitar el enfrentamiento directo y optaron por dirimir su pulso a través de naciones interpuestas: primero, con la guerra de desgaste Irán-Irak (1980-1988), en la que Riad y Washington apoyaron a Sadam Hussein. Y más tarde en la guerra de liberación del Líbano (1990-2002), en la que el grupo chiíta Hizbulá, armado y entrenado por Teherán, expulso a las tropas de ocupación israelíes.
Todo empezó a cambiar en 2003 con la ilegal invasión de Irak, impulsada por halcones “neocón” como el que luego fuera con el presidente estadounidense, Donald Trump, secretario de Seguridad Nacional, y uno de los mayores defensores en esta Administración de relanzar el conflicto con Irán.
El desplome del régimen de Sadam Husein abrió la frontera a las tropas de Soleimaní, que fueron consolidando la posición dominante de Irán en el país vecino a medida que los tanques estadounidenses avanzaban hacia Bagdad sin más plan que derrocarlo.
Fue el preludio del cambio definitivo en la geoestrategia mundial, que se produjo en 2011 con la revolución en Siria, y que supuso la vuelta al tablero de dos nuevos protagonistas: la Turquía otomano-islamista de Recep Tayeb Erdogan y la Rusia neozarista de Vladimir Putin.
Ambos aprovecharon las decisiones del presidente Barack Obama, favorable a la derrota del régimen de Bachar al Asad, para recuperar el paso perdido y afianzar sus lazos con Irán.
Moscú, Damasco y Teherán lucharon juntos contra el Estado Islámico (ISIS) en Siria, en cuya derrota Soleimani fue un actor imprescindible.
Mientras que Ankara, Damasco y Teherán compartieron victoria sobre los kurdos, a los que había apoyado la Administración norteamericana.
El asesinato de Soleimaní causó este fin de semana un enorme impacto y una “desagradable sorpresa” tanto en Ankara como en Moscú, capitales que el militar iraní visitó con frecuencia en los últimos años y en las que tenía una enorme reputación.
“Esta no es una operación encubierta de los servicios de Inteligencia. Es un acto abierto de venganza y EE UU se siente orgulloso. Está probando a la comunidad internacional y al régimen iraní en particular”, afirmaba este sábado Viktor Mukrakhovsky, editor de la revista militar rusa “Arsenal Otechestva”.
“Tras su fracasos en Venezuela, Siria y el diálogo con Corea del Norte; tras ceder el control en Afganistán y ceder ante las milicias iraníes en Irak, la administración norteamericana ha decidido redoblar la apuesta”, subrayó.
En la misma línea se pronunció el líder del comité de Exteriores del Senado ruso, Konstantin Kosachev, para quien el ataque es, sobre todo, un recurso a las viejas tácticas por razones de política interna.
“Es un grave error vinculado al típico hábito que tiene EE UU de personalizar los problemas. Sadam sería derrocado y las cosas se asentarían. Pero esa es la lógica del espectáculo, no de la política. No funciona a largo plazo, es un bumerán que retorna contra los directores del espectáculo”, advirtió.
Similares comentarios se han producido en los medios de Turquía, país que como Rusia considera “inevitable” la respuesta iraní y prepara su propia estrategia frente a sus impredecibles consecuencias.
Este nuevo tablero impide que el asesinato en Bagdad pueda explicarse como un simple episodio más del conflicto bilateral entre Wahington y Teherán.
También lo evita la nueva forma en la que se dirimen los conflictos -ahora asimétricos, sin intervención de los Ejércitos regulares- y la versatilidad de las alianzas, al albur de las coyunturas regionales.
Paradigmático es el caso del pulso que mantienen Turquía y Rusia, que comparten intereses en Siria -ambos sostuvieron el régimen de Bachar al Asad- pero combaten en Libia, el primero apoyando con sus drones la gobierno sostenido por la ONU en Trípoli y el segundo cediendo sus mercenarios privados al mariscal Jalifa Hafter.
Frente a la guerra la vieja usanza, que no solo parece interesar a la agenda interna de Trump, si no también a su aliados más próximos en la región, el primer ministro israelí Benjamin Natanyahu, y el príncipe heredero saudí, Mohamad Bin Salman, necesitados de una distracción bélica que esconda sus problemas internos.
La geopolítica del siglo XXI apuesta por las alianzas versátiles y las acciones asimétricas: como la ciberguerra o la idea de aflojar el estrecho círculo al ISIS en Irak y Siria, campos de batalla interpuestos en los que también cuentan rusos y turcos. O en cualquier otro lugar del planeta donde haya soldados estadounidenses, incluido el conflicto en Libia.
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