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“Rebecca”: una remake que el director nunca supo por qué filmar

“Rebecca”: una remake que el director nunca supo por qué filmar

Escena de “Rebecca”, una remake innecesaria

GERMÁN JAIME

29 de Noviembre de 2020 | 05:55
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Ante cada remake, los fieles de la obra original se preguntan, indignados: ¿hacía falta? Es entendible, por un lado: Hollywood está empecinado en volver a hacer lo que ya estaba bien, con escasa eficacia; por el otro, celosos guardianes de su obra, estos amantes obsesivos pretenden conservar la obra en un museo, como si de un amor enfermizo se tratara y a pesar de que a lo largo de la historia, toda narración ha sido copia, remake, de alguna u otra forma.

Pero… en esta hay que darles la derecha: no solo no había demasiada necesidad de volver a filmar “Rebecca”, una de las grandes obras de Alfred Hitchcock, que está ahí para que cualquiera la admire (está claro, y esto es para otra columna, que hay algo de neofilia en esta obsesión por rehacer el pasado); además, la nueva versión, que puede verse en Netflix, no parece ofrecer evidencias de que su director, Ben Wheatley, haya tenido motivos para intentar otra aproximación a la obra.

En principio, la idea de Whatley era crear una película partiendo de la novela original, el romance gótico de Daphne Du Maurier, un romance gótico a la que Hitchcock aplicó su inconfundible sello (no por nada engendró la teoría del autor). Wheatley no quería partir de Alfred sino de Daphne, y por eso vistió a su producción de una suntuosidad de época digna de “The Crown”, que solo Netflix puede pagar, y en medio de esos escenarios preciosos, filmados de forma preciosista y grandilocuente (también pedante es el ritmo pausado que Wheatley impone), colocó a dos cuerpos estremecedoramente bellos, como Armie Hammer y Lily James.

Pero el gótico no es un edificio, un look, sino una atmósfera: la película de Wheatley nada consigue transmitir en términos de pasiones desbordadas y torturadas, fantasmas clavados en el corazón y misterio. El horror, en aquellas superficies tan bellamente iluminadas por el sol de Monte Carlo, y tan frondosamente retocadas en la posproducción, no tiene de dónde brotar: el romance luce artificial, tan frío como la propia película, y por lo tanto el horror intenta irrumpir desde emociones atemperadas, tibias. Lo que se dice, aburrido.

Es como si el realizador hubiera dirigido de forma automática una adaptación por encargo: pero te encargan filmar una comedia de presupuesto mediano, o una de superhéroes, no una remake de Hitchcock. Al final, el misterio más interesante que ofrece la película es: ¿quién mandó a Wheatley a filmarla?

 

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