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Una mujer, Enheduanna, la primera poeta de la historia. La voz suprema que reprendió a Borges. Cuánto hay de inspiración y cuánto de trabajo en cada obra. La fusión de lo clásico con las letras populares
Enheduanna / web
MARCELO ORTALE
Por MARCELO ORTALE
¿Qué fuerza enigmática y poderosa hace que una mujer o un hombre decidan un día abandonar el mundo y escribir? ¿Qué pretende explorar y encontrar esa persona que antes, hace siglos, tomó una pluma y consumió páginas en blanco y que ahora pica horas y horas en su PC para ofrecer un texto, un ensayo, una ficción a la humanidad? ¿De qué vertiente surge ese río interior?
Si aquel hombre ciego y alumbrador que fue Borges escuchó una voz suprema que le dijo “…todo esto te fue dado y también/ el antiguo alimento de los héroes: / la falsía, la derrota, la humillación./ En vano te hemos prodigado el océano./ En vano el sol, que vieron los maravillados ojos de Whitman;/ Has gastado los años y te han gastado,/ Y todavía no has escrito el poema”. ¿Entonces, qué sentido tendría el seguir de cualquier mujer o cualquier hombre, horas y horas, imantados por una pasión íntima, para encontrar la voz que los justifique? Acaso sigan porque no existe resistencia posible frente a la necesidad de ser y vivir.
En Grecia nacieron las dudas, la razón y la sed de conocer, por eso fue un imperio que no se extingue, que renace continuamente. Aquellos primeros griegos preguntaron por la verdad, por la sabiduría, y buscaron ayuda no sólo en el conocimiento, sino en la imaginación. Así que en la mitología griega los primeros poetas deslumbrados por el universo imaginaron respuestas en las musas y a partir de ellas tuvieron guías para rendirle culto al canto y al conocimiento.
Las musas, hijas de Zeus, se hicieron invocar por escritores, músicos, dramaturgos, científicos, hasta ser inspiradoras de los caminos humanos: Calíope (de la poesía heroica); Clío, (de la Historia; Erato (de la poesía amorosa); Euterpe (de la música); Melpómene (del teatro trágico); Talía (la otra musa del teatro, la de la comedia); Polimnia (de los cantos sagrados); Terpsicore (de la danza) y Urania (de la astronomía y las ciencias exactas).
Claribel Alegría / web
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A estudiar y formarse fue a Grecia el poeta romano Horacio (65 a.C- 8 a.C) que sentó principios y fijó rumbos que hoy perviven como el “carpe diem (gozar de la libertad), y el beatus ille (elogio de la vida retirada), aún cuando también en su Epístola a los Pisones señaló uno de uno de los polos magnéticos más buscados siempre por muchos escritores, que consiste en trascender a esta vida, en perdurar más allá.
Se lo conoce como el Non omnis moriar (no moriré del todo) y dice así en sus dos primeras estrofas: “Un monumento me alcé / más duradero que el bronce/ más alto que las pirámides/ de regia, fúnebre mole./ Uno que ni el Aquilón/ ni aguaceros roedores/ vencerán, ni cuantos siglos/ rápido el tiempo amontone./ Yo entero no moriré:/ gran parte de mí a los golpes/ vedada está de la Parca;/ e irá creciendo mi nombre,/ fresco entre coros de aplausos/ de nuevas generaciones,/ mientras haya ojos que miren/ el augusto sacerdote/ y muda Vesta, subiendo/ el Capitolio del orbe”.
Pero fue una mujer la primera poeta de la historia. Aquella conquistadora se llamó Enheduanna, había nacido de noble cuna en la Mesopotamia asiática alrededor del año 2.300 a.C. y era hija del rey Sargón I de Acad. Sobre ella escribió el uruguayo Eduardo Galeano: “ Enheduanna vivió en el reino donde se inventó la escritura, ahora llamado Irak, y ella fue la primera escritora, la primera mujer que firmó sus palabras, y fue también la primera mujer que dictó leyes, y fue astrónoma, sabia en estrellas, y sufrió pena de exilio...”.
Salvador Dalí creyó siempre en la inspiración. Así lo postuló en un breve catálogo
Princesa, Suma Sacerdotisa, a ella se le debe el primero de los poemas, escrito hace más de cuatro mil años. Una de sus estrofas dice así: “Con tu veneno llenas la tierra/ Aúllas como el dios de la tormenta/ Cual semilla languideces en el suelo/ Eres río henchido que se precipita bajo la montaña”.
La literatura con sus diversos géneros canalizó los múltiples compromisos humanos. Frente a las dictaduras imperiales e inquisidores, siempre se alzaron las voces de mujeres y de hombres que salieron de su aislamiento para dar curso a su sed de justicia y libertad. Esa clase de testimonios heroicos sobraron en todos los siglos y a medida que el tiempo pasó el nombre de los déspotas cayó en olvido, no así el de quien los denunció.
Un caso aún reciente y por ahora no totalmente conocido es el de la poeta nicaragüense Claribel Alegría, una de las que anticipó la llegada del después famoso “boom” de la novelística latinoamericana. Alegría formó parte en las décadas del 50 y 60 de la denominada “generación comprometida”, que se opuso a las dictaduras de los Somoza y que buscó con sus obras consolidar la democracia en su país.
Claribel Alegría –como antes lo había hecho Miguel Hernández en España- dejó un modelo de dignidad creativa frente a toda opresión: “Yo/ poeta de oficio,/ condenada tantas veces/ a ser cuervo/ jamás me cambiaría/ por la Venus de Milo:/ mientras reina en el Louvre/ y se muere de tedio/ y junta polvo/ yo descubro el sol/ todos los días/ y entre valles/ volcanes/ y despojos de guerra/ avizoro la tierra prometida”.
La palabra “inspiración” significa “recibir aliento desde afuera”. Para algunos la inspiración es como una mina de oro que le aparece al creador, un regalo de los dioses. Lo único que debiera hacer el escritor es explotar esas vetas y dejarse alcanzar por el frenesí creativo, tal como hicieron no pocos.
Sin embargo, existen disidencias. Dos de los más grandes “inspirados” de la literatura –Edgard Allan Poe y Federico García Lorca- coincidieron sin embargo en que el genio literario responde a estos porcentajes: 95 por ciento de trabajo, de sudor para elaborar el texto y sólo 5 por ciento de inspiración. El escritor es un trabajador sin horario ni recompensas seguras, salvo la de encontrar su estilo.
En cambio, el pintor Salvador Dalí creyó siempre mucho más en la inspiración. Al menos, así lo postuló en una suerte de breve catálogo que hizo editar, en el que ofreció diez lecciones para aprender a pintar. En cada una de las lecciones le explicaba detalladamente al aspirante a pintor cómo debía elegir las telas y cómo tensarlas, qué hacer con los marcos, cómo cuidar los pinceles y limpiarlos, cómo estudiar el fenómeno de la luz en su atelier y así hasta llegar al noveno capítulo. Al abrir la página del último capítulo, Dalí le recomendaba al aprendiz: Abra la ventana y permita que entre el duende.
Don Miguel de Unamuno decía que los escritores se dividen en dos clases: los que buscan la fama y los que persiguen la gloria. Los primeros buscan el éxito inmediato; los segundo, la perfección personal, la trascendencia de la existencia. Un tiempo antes el francés Paul Verlaine defendió el valor musical de la literatura. Por encima del concepto, el ritmo, el sonido. Verlaine liberaba a la literatura de toda obligación por dar significados. Pareció algo frívolo, pero dejó escuela.
Verlaine tuvo un correlato irónico en Conrado Nalé Roxlo, nuestro humorista más serio. Nalé Roxlo escribió “El grillo”, considerado por muchos críticos como uno de los sonetos más perfectos en idioma español, casi mozartiano: “Música porque sí, música vana/ como la vana música del grillo;/ mi corazón eglógico y sencillo/ se ha despertado grillo esta mañana…”.
Enheduanna había nacido de noble cuna en la Mesopotamia asiática
Antonio Machado decidió dar un giro que fue tan silencioso como copernicano en sus resultados. Fusionó la literatura clásica con la popular. En una entrevista que ofreció al semanario “La internacional” dijo que él no hacía “más que folklore” y que su próximo libro sería de “coplas que no pretenden imitar la manera popular –inimitable o insuperable”, sino coplas donde se contiene cuanto hay de mí de común con el alma que canta y piensa en el pueblo”.
Ese giro, que ya cerca nuestro encontró la interpretación de artistas como Serrat o Paco Ibáñez, mucho antes que eso influyó en las letras de nuestro folklore, que se convirtió en espejo del paisaje y de las ideas del país, en las obras señeras de Manuel Castilla, Cuchi Leguizamón, Atahualpa Yupanqui y Jaime Dávalos entre muchos otros que celebraron la vida y la libertad de los pueblos.
Antonio Machado / web
Sin dejar de ver que los motivos para escribir son variados, que sirven para describir paisajes o escenas, que crean personajes e historias, que trasladan el subconsciente del escritor, que denuncian crueldades sociales y que ofrecen ricos laberintos, es verdad que la “literatura fusión” –la que une lo académico y lo callejero, la que no es banal sino que exalta la conciencia artística de cada época y de cada sociedad- presenta una de las alternativas más ricas y acaso aún poco exploradas que ofrece la literatura.
Cuando falleció aquel poeta báquico, aquel Zorba salteño que fue Jaime Dávalos, una perdida nota necrológica terminaba con esta frase digna para consagrar a ese tipo tan humano de existencia creativa: “Le debe haber quedado poco por vivir”.
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