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Juan Manuel Morales
eleconomista.com.ar
Argentina está pagando la terquedad, tanto de la clase dirigente como de la ciudadanía en general, de insistir en un modelo económico cortoplacista e insostenible que comenzó en 2003 y se agotó hace más de diez años cuando nuestro país dejó de crecer.
Hay que admitir que los argentinos somos tremendamente irracionales, demostramos ser incapaces de aprender tanto de los errores y experiencias ajenas como de nuestra propia historia (mucho más grave el segundo caso que el primero). Nuestra sociedad padece una patología grave, un fenómeno comparable con lo que se denomina “síndrome de Estocolmo”, el cual refiere a la atracción que algunos rehenes sienten por sus secuestradores al punto de identificarse con ellos y hasta justificarlos.
Es que después haber pasado dos hiperinflaciones y crisis de origen fiscal en todas las décadas desde el 40 en adelante, somos una sociedad que sigue convalidando sistemáticamente a gobiernos deficitarios que recurren a la emisión monetaria descontrolada, que aplican controles de precios permanentes y atrasa el tipo de cambio, que imponen cepos y restricciones de las más insólitas y que avalan el carísimo proteccionismo mientras cobran nocivas retenciones al sector primario.
Hemos escuchado infinidad de veces que Argentina respecto a su economía “es un caso especial” o es “única en el mundo”, como si en nuestro país las leyes económicas dejaran de convalidarse.
Pareciera ser que al cruzar nuestras fronteras las leyes de oferta y demanda se anulan, la teoría cuantitativa del dinero se invalida y los incentivos humanos se vuelven impredecibles por arte de magia.
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No es así: las leyes económicas funcionan igual aquí que en cualquier parte, básicamente porque estas surgen de la acción humana y son propias de la esencia de nuestra especie, no depende ni de los gobiernos ni de los países ni de la cultura ni de las ideas.
En lugar de reconocer que nuestro principal error es pensar que somos diferentes y no hacer lo que los países normales hacen, preferimos vivir repitiendo irracionalidades tales como que “Argentina tiene un problema de escasez de dólares” mientras ignoramos el sistemático atraso del tipo de cambio oficial fijado por el Banco Central que artificialmente provoca un exceso de demanda permanente en el mercado de las divisas.
Ahora, lo más importante es entender por qué nos pasa esto. A mi criterio, el problema radica en la penetración social de graves sesgos ideológicos que, como dogmas cuasi religiosos, gran parte de los habitantes ha aceptado y repetido de manera incuestionable desde hace ya muchos años.
Estos sesgos han generado una profunda desconexión entre los resultados que la sociedad desea (como mejores ingresos, más bienestar y menos pobreza) y las acciones que la sociedad le demanda a la política para alcanzar tales fines (como más impuestos progresivos, más presencia del Estado, más regulaciones y más leyes).
Esta desconexión entre fines y medios nos ha llevado a un sistemático fracaso y posterior desencanto social para con la política que se manifiesta en frases como “son todos iguales”, “los políticos no cumplen”, “los gobiernos defraudan al pueblo” o “la política se olvida de la gente”.
Pero, mal que nos pese, los resultados son malos porque la mayoría de las personas vota a políticos que hacen justamente lo que dicen que van a hacer. Por el otro lado, la sociedad suele castigar y marginar a los políticos, periodistas o analistas que atentan contra los “dogmas sagrados” intentando explicar lo obvio.
Los argentinos somos un paciente que va al médico y después de una serie de estudios que arrojan alto colesterol, exceso de triglicéridos, presión alta y sobrepeso, se enoja con el médico que sugiere dieta saludable y deporte.
Lo trata de ajustador e insensible y procede a correr en busca de un chamán que le ofrezca curación mediante rituales mágicos mientras el paciente sigue abusando de las hamburguesas, las gaseosas y la sal.
En la vida real, al chamán lo llamamos “políticamente correcto” y al médico científico se lo apoda de “neoliberal”, “vende patria” o “antiderechos”.
Lo que diferencia a una sociedad exitosa que progresa de una sociedad frustrada que involuciona son las ideas que predominan en sus habitantes. Argentina necesita que más gente asocie bienestar con capitalismo y crecimiento, con inversión privada.
Más gente debería entender que este Estado desproporcionadamente grande y atrofiado no representa una salida a los problemas sino un lastre que requiere reformas de fondo que muchos dirigentes y políticos deben apoyar y explicar.
Además, en lo inmediato e impostergable, es imprescindible que la mayoría de los argentinos esté dispuesto a pagar los costos de corto plazo necesarios para acomodar los desequilibrios macroeconómicos generados en los últimos 20 años.
Sí, lamentablemente hay que seguir pagando costos, costos que se hubiesen evitado de haber cambiado a tiempo, pero ya se volvieron inevitables.
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