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Un robo violento no termina cuando se van los ladrones. En las personas mayores, el impacto emocional perdura y suele ser devastador
“El robo me mató, me convirtió en otra persona. Me robaron mucho más que dinero”, CONTÓ LA VÍCTIMA / web
Era la hora de la cena y la casa familiar estaba en silencio. Carlos (78) había llegado de su estudio, como tantas otras noches, y se disponía a calentarse algo rápido para cenar. Tenía hambre y, a diferencia de lo que hacía habitualmente, decidió que activaría la alarma después. Fueron no más de quince minutos, pero el tiempo suficiente para que forzaran una ventana y lograran entrar. Cuando se dio cuenta, tres hombres estaban parados en su cocina: pasamontañas que apenas dejaban verles los ojos, guantes de látex y una llamativa frialdad. Uno de ellos le apoyó un arma en la cabeza y fue directo al punto: si decía dónde estaba la plata, no le iba a pasar nada.
Abogado, ex docente universitario y único habitante una vistosa casa en barrio norte que le quedaba grandes desde que sus dos hijas se emanciparon y su mujer falleció un año atrás, Carlos supo de entrada que no le iban a creer la verdad: que no guardaba dinero allí. Con la mayor templanza que pudo, les explicó que tras una entradera sufrida años antes, cuando aún vivía su esposa, ya no guardaba nada de valor en su hogar. Por supuesto que no le creyeron.
Mientras el líder del grupo lo amenazaba con el arma gatillada en la nuca, los otros dos daban vuelta la casa: arrancaban rejillas de la ventilación, desarmaban muebles empotrados, revolvían cajones y alacenas. “Mirá que si encontramos algo, te vas”, le advirtió uno.
Carlos les propuso que se llevaran el auto del garage. Lo dijo con la poca voz firme que le quedaba mientras sentía que el cuerpo no le respondía, pero aquellos hombres sólo estaban interesados en una supuesta caja de seguridad.
Después de varios minutos sin resultados, el líder del grupo le ordenó a uno de sus secuaces que pusiera a calentar una pava con agua para “hacerlo cantar”. Carlos, con problemas cardíacos, les dijo que mejor le pegaran un tiro ahí mismo, porque si lo torturaban igual no iba a aguantar. Y sus palabras parecieron hacer efecto porque uno de los ladrones terminó alcanzándole las pastillas para la presión.
Pese a ello, durante las dos horas siguientes lo sometieron a un ritual de terror: le pusieron la pistola en la boca, simularon cortarle los dedos con un cuchillo, le advirtieron que no tenían apuro, que tarde o temprano iba a hablar.
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“Nunca perdieron la calma. Eran educados y formales. Parecían más policías que chorros”, recuerda Carlos, quien cuenta que el tiempo se estiró como una tortura en sí misma: “parecía que nunca se iban convencer que no había ninguna caja de seguridad”. Recién a mitad de la madrugada, tras haber destruido literalmente su casa, aceptaron que era así.
“Lo único que pudieron llevarse fue el dinero que tenía en la billetera y una computadora portátil que usaba para trabajar”, cuenta al recordar que antes de irse los chorros le dejaron una amistosa recomendación: “me dijeron que no perdiera tiempo haciendo la denuncia, que la policía sólo iba a terminar de darme vuelta la casa y de llevarse lo que ellos no se habían afanado ya”.
Al margen de la recomendación, lo cierto es que Carlos resolvió no hacer la denuncia. “¿Para qué?” -se pregunta convencido de que quienes entraron esa noche a su casa no eran simples ladrones- . Pero más allá de eso, hay algo que siente que tampoco entraría en una denuncia policial: el horror de las amenazas, la casa que deja de ser refugio, la vejez que se instala de golpe, empujada por la violencia y la sensación de vulnerabilidad.
Cuando al cabo de diez minutos se animó a salir del baño donde los ladrones le ordenaron que se quedara al huir, Carlos no respiró aliviado. No pudo. Se subió al auto de madrugada y cruzó la ciudad temblando para ir a despertar a su hija menor. Desde esa noche ya no pudo volver a dormir en el que fue durante treinta años su hogar.
Hoy siente que lo que le robaron fue insignificante comparado con lo que perdió. Nunca más pudo sentirse seguro en su casa: ni con la alarma activada ni con las luces prendidas. Cada ruido era una amenaza, cada sombra un regreso. El miedo se instaló en su cuerpo, lo volvió dependiente.
Como les ocurre a muchas personas mayores que atraviesan robos violentos, Carlos siente hoy que más que arrebatarle cosas esa noche lo despojaron de su autonomía. Entendió que ya no podía vivir solo en la casa de su vida y se mudó al departamento de una de sus hijas hasta poder instalarse por su cuenta en otro lugar.
Con un dolor que todavía no puede nombrar, decidió vender la casa donde había criado a su familia.
La mudanza fue otra pérdida: desprenderse de muebles y libros, recuerdos que ya no tendrían lugar en su nuevo hogar; abandonar el barrio, los saludos vecinos de toda la vida, la sensación de pertenencia; instalarse un edificio moderno donde nadie se mira a los ojos al cruzarse en el ascensor; cambiar la tranquilidad por una vigilancia constante que nunca alcanza.
“Fue como si me cayeran diez años encima de golpe. Envejecí por dentro. El robo me mató, me convirtió en otra persona. Me robaron mucho más que un poco de dinero: me robaron la vida que llevaba”, sostiene Carlos seis meses después del episodio con la sensación de que su vida tal vez nunca vuelva a ser igual.
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