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Opinión |UNA CUESTION ETICA Y FILOSOFICA

Deberes y derechos, prohibido separarlos

Por SERGIO SINAY (*)

13 de Marzo de 2016 | 01:54

Mail: sergiosinay@gmail.com

El 24 de agosto de 1943, en plena guerra, moría en un hospital de Ashford, Inglaterra, una mujer de apenas 34 años que, en esa breve vida, llegó a ser una de las mentes más profundas, comprometidas y cuestionadoras del siglo XX en adelante. Se llamaba Simone Weill, nació en París, en una familia judía laica, fue brillante como estudiante y luego como profesora en los más excelentes claustros franceses. Se negó a aceptar dogmas, ideas preconcebidas, prejuicios y cualquier expresión de rigidez del pensamiento. “No soy católica, aunque nada cristiano me haya parecido nunca ajeno”, expresó alguna vez. Se refería a su toma de partido por los más débiles, por las víctimas de injusticias, por los postergados. Y a la conmoción que le produjo el conocimiento y el adentramiento en la vida de Cristo. No quedaba en declaraciones. Trabajó en una fábrica, como obrera, para conocer en carne propia la condición de los trabajadores y participó activamente en movimientos reivindicatorios. En esa experiencia contrajo una tuberculosis que sería años después causa de su muerte. Discutió de igual a igual con grandes filósofos de su tiempo y fue admirada y apadrinada por algunos de ellos, como Alain (seudónimo de Émile-Auguste Chartier, maestro de grandes pensadores).

PONER EL CUERPO

Weill buscaba un punto de unión entre la fe y la razón, tenía hambre de Dios y de trascendencia, pero no a cualquier precio. Para Albert Camus (autor de “El extranjero”, enorme hombre moral), en más de un siglo Occidente no había producido un pensamiento tan penetrante y sólido como el de ella. Sin embargo, no era solo pensamiento. Durante la guerra se enroló en la Resistencia y, desde Londres, pidió ser lanzada en paracaídas para combatir por la libertad de su país y del continente. No se le permitió hacerlo porque su estado de salud era ya precario y se le pidió que dedicara su tiempo a escribir, a dejar sentadas sus valiosas y necesarias ideas. Mientras lo hacía, se negó a comer un gramo más de lo que era la ración de un prisionero en su Francia. No tenía derecho a estar mejor alimentada que ellos, decía. Así murió. Se la considera mártir. Y mística. Fue, en cuerpo, mente y alma, un faro moral.

Cuando un individuo eleva la vista se encuentra a su alrededor con los que Weill llama “los demás hombres”. Y hacia todos esos seres humanos solo tiene deberes

Su recuerdo viene a cuento por la fuerza que cobró en nuestra sociedad, durante los últimos años, la palabra derechos. Se antepone a numerosas peticiones, se la incluye en temáticas variadas, se la enarbola como motivo y justificación de distintas conductas (incluso algunas extorsivas o violentas). Simone Weill, cuyos escritos recopilados en forma póstuma se convirtieron en libros como “La gravedad y la gracia”, “Raíces del existir”, “A la espera de Dios”, y otros, puso especial atención a este tema en un momento en que los derechos eran brutalmente arrasados en un mundo en llamas, y cuando aún no había una Declaración Universal de los Derechos Humanos, que recién se proclamaría en 1948, cinco años después de su muerte.

Hoy se invocan derechos en situaciones que van desde lo político hasta cuestiones de género, en la educación, en el mundo laboral, en materia de vivienda, en temas étnicos y ecológicos, en el deporte, entre los consumidores, en las cárceles y hasta en las rutas y calles se habla de “derecho de paso”. El concepto se ha naturalizado (bienvenido sea si se toma en cuenta que hace algo más de medio siglo no era así), pero no sin riesgos. Al no haber una exploración de su significado más profundo está sujeto a la banalización y a serias confusiones.

En su muy esclarecedora “Guía ética para personas inteligentes” la filósofa inglesa Mary Warnock procura echar luz en la compleja cuestión de los derechos al señalar que, si bien deben establecerse legalmente, es necesario que, a su vez, la ley se ajuste a la moral y no al revés. La moral (preceptos acerca de lo bueno y lo malo, lo que está bien y lo que está mal) deriva, apunta Warnock, de las necesidades y aspiraciones de la naturaleza humana. Las primeras garantizan la supervivencia, las segundas apuntan a la realización de un sentido en la vida. A veces la ley está desfasada de la moral o atrasa respecto de ella, por lo cual no aparecen legislados derechos legítimos (no siempre lo legítimo es legal). Por eso, insiste esta pensadora, es importante que la moral tenga preminencia sobre la ley.

Importa subrayar esta última idea, puesto que la moral no es individual (como la ética), sino universal. Si no fuera así, cada persona (o grupo) podría invocar la moral para que sus deseos (que no son necesidades) o urgencias se consideren como derechos. Y tendríamos una guerra de todos contra todos en la que ya no contarían los derechos de nadie, sino la ley del más fuerte.

LA PALABRA SIAMESA

Lo anterior ocurre cuando se deja afuera a una palabra que es hermana siamesa del vocablo derechos. Esa palabra es deberes. Simone Weill insistía en que de ningún modo pueden separarse. No sólo eso, sino que tienen un orden: deberes primero, derechos después. “La noción de deber -escribe en “Raíces del Existir”-, está por encima de la de derecho, la cual le está subordinada y es relativa a ella”. De inmediato explica que un derecho solo tiene vigencia cuando se cumple la obligación a la cual llama. No basta con pregonarlo, alguien tiene que atenderlo. La existencia de un derecho, recuerda Weill, obliga a los demás hacia el portador del mismo. Y esa obligación no es nominal, agrega, el cumplimiento tiene que ser efectivo, traducirse en acciones.

Esta relación entre derechos y deberes resulta, entonces, una de las más sutiles y delicadas tramas de la sociedad humana.

Así, si se considerara a cada ser humano en sí mismo nos encontraríamos conque, desde el momento en que es integrante de una comunidad, solo tiene deberes. Por lo menos un deber hacia cada uno de los demás miembros de esa colectividad. Esto vale para la sociedad en su conjunto como para cualquier relación entre dos o más personas. Pareja, familia, grupo de trabajo, escuela, consorcio, club, empresa, interacción entre productores y consumidores, ciudad, país, planeta. Cuando un individuo eleva la vista se encuentra a su alrededor con los que Weill llama “los demás hombres”. Y hacia todos esos seres humanos solo tiene deberes. Sus derechos no nacen cuando él los argumenta, escribe la filósofa, sino, “cuando es considerado desde el punto de vista de los demás, quienes se reconocen obligados hacia él”.

Esta relación entre derechos y deberes resulta, entonces, una de las más sutiles y delicadas tramas de la sociedad humana. Acaso por esto Weill ponía el acento en dos pilares esenciales: el amor y el respeto. No es posible entender el vínculo que ella estableció entre derechos y deberes (o deberes y derechos, para decirlo en el orden que propuso) si ese lazo se reduce a una simple cuestión de argumentaciones legales, o de imposiciones virulentas, es decir si la persona, el reconocimiento de la misma y el respeto hacia ella (base de todo amor) no están allí. Porque mientras los derechos tienen que ver con uno mismo, los deberes tienen que ver con el otro. Los deberes cumplidos honran a los derechos.

 

(*) El autor es escritor y periodista. Sus últimos libros son "Inteligencia y amor" y "Pensar"

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