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Policiales |Del otro lado de los muros

Reinserción con talleres y cursos para disminuir la reincidencia

Crónica de una tarde en la U-9. Encierro, historias y futuro

Reinserción con talleres y cursos para disminuir la reincidencia

Más de la mitad de los presos participa de los talleres - pablo busti

Por diego dipierro

7 de Agosto de 2017 | 01:46
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En algunas partes, la Unidad Nº 9 de 76 entre 9 y 10, parece una extensión del barrio. Hay lavadero y taller mecánico de autos, una herrería, una panadería y aulas en donde se aprende carpintería o inglés. La diferencia, claro, es que allí adentro trabajan o aprenden los presos. Es una ecuación en la que, a priori, todos ganan: el interno se ocupa y gana algo de plata, mientras que la relación con los guardiacárceles se vuelve fluida y hasta cordial. Para la sociedad, allá afuera, también hay beneficios, porque las actividades ayudan a que los detenidos -sobre todo los de 35 años en adelante- no reincidan en el delito.

Dentro de un marco en el que las unidades penitenciarias están al tope o muy excedidas en su capacidad, la rehabilitación de un preso para volver a vivir con los demás parece ser una opción potable para descomprimir la situación a futuro.

El modelo que se sigue en la 9, para los internos de buena conducta, es el de darle la opción de ir a cursos o aprender oficios: “Más de la mitad participa”, dice Manuel Chamorro (40), uno de los subdirectores de la cárcel. Para él, que trabaja en prisiones hace 20 años, el paradigma cambió desde que empezó en el rubro. “Antes, pasaba un guardia y los presos miraban para otro lado. Ya no es más así, no nos ven como enemigos y buscan tener un mejor trato”, explica.

A través de un camino interno ancho, se va pasando por los distintos espacios de capacitación y talleres. Entre las quintas y los galpones, un montón de gatos surcan el lugar. “O están ellos o las ratas”, cuentan los guardias. En la jerga, el “gato” es el preso de más bajo escalafón, el que sirve a los demás en el pabellón. El que le ceba mate a los vigilantes era el “gato”, pero es distinta la consideración que se tiene con los que, por ejemplo, lavan los autos de los oficiales. “Entre ellos, está bien visto que puedan salir en vez de estar todo el tiempo encerrados en una celda”, aseguran los encargados del sector de talleres. Según la tarea y el tiempo que le dedican, pueden embolsar 1500 pesos al mes, o más.

La cárcel es de máxima seguridad y está rodeada por paredones altos, coronados por alambres de púa. La fachada, de piedra beige, más el salón de ingreso, parecen propios de un viejo hotel de un pueblo de la costa atlántica. Un par de perros toman sol en el jardín delantero: hacen unos 18 grados inusuales para agosto. “Aquí se cometieron crímenes de lesa humanidad”, anuncia un cartel visible desde la vereda.

“Esta es una cárcel en la que los presos quieren estar. Por la comida que reciben -el menú puede incluir asado, pescados, pastas o pollo-, por la cercanía a hospitales y por lo fácil que es llegar para sus visitas”, argumenta Chamorro.

Hay 1.490 internos en el penal, un número que apenas excede la capacidad prevista, según reconocen las autoridades. La situación en otras prisiones bonaerenses suele ser igual o peor. Hay 590 penitenciarios que trabajan ahí, con turnos rotativos y contando a los administrativos. Muchísimo más baja es la cantidad de agentes que tienen contacto diario y directo con los reclusos: 20.

En la Unidad 9, como en las otras cárceles donde se dictan talleres, siempre queda una porción de los internos que “no quiere trabajar, no le interesa estudiar y arman peleas por cualquier motivo”, dicen los jefes. Ese porcentaje suele corresponder a los más jóvenes.

Los pabellones separan a los distintos grupos para prevenir conflictos. Por un lado están los “ex-fuerza”, que eran miembros de algún organismo de seguridad, enjuiciados por abuso de autoridad y otros delitos. Su cruce con un preso “de la población común” sería sinónimo de una carnicería. Por otra parte están los evangelistas, los trabajadores y los universitarios: hay 140 estudiantes de carreras de grado. Las más elegidas son Derecho, Periodismo, Sociología e Historia. Otros 800 se dedican a terminar la primaria o la secundaria.

“Tratamos de estimularlos en su tiempo muerto”, sostiene Guillermo Naser, profesor de Inglés. Entre clase y clase, les cuenta a los presos cómo está la situación general del país: “Preguntan por la economía, si hay trabajo, por la seguridad y hasta de política”, señala. Hugo Urbanski, encargado del taller de carpintería, nunca les pregunta por qué los encerraron: “Ellos vienen a las clases porque quieren y me terminan contando. Solamente dos alumnos volvieron después de que los habían liberado”.

Es invierno, pero algunos corren en cuero. En uno de los patios, en una canchita de fútbol 5, varios presos improvisan un picado. El piso es de cemento y los límites los marcan los barrotes. Los reclusos también pueden jugar al básquet, las bochas o hacer boxeo. También pueden hacer rugby: entre los que lo juegan, la reincidencia en el delito es la más baja, afirman los jefes.

Al lado, en un enorme tendedero comunitario, se secan al sol remeras, toallas y pantalones. “Aprovechan después de tantos días de lluvia”, dice Chamorro. Más gatos descansan en el pasto.

“Vos le salvaste la vida a mi hijo”, lo sorprendió una vez una mujer a Manuel en la calle. Era la madre de un recluso que estuvo en los talleres y se rehabilitó. Chamorro, que todavía se estremece cuando se acuerda, jura que no sabe de qué preso le hablaban. Por lo visto, algo de su trabajo sirvió.

 

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