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La Ciudad |Un vergel a quince minutos del ruido

A la vera del Doña Flora

Ajeno al vértigo urbano, el arroyo ensenadense y sus fértiles riberas son el refugio elegido por muchas familias. Cómo es vivir entre el verde deslumbrante del monte y la magia intemporal del agua que conecta la historia de varias generaciones

A la vera del Doña Flora

toda una vida junto al doña flora: Juan pablo orazi, cuyos padres se desembarcaron allí hace 40 años, y su esposa claudia / gonzalo calvelo

CECILIA FAMÁ cfama@eldia.com

23 de Abril de 2018 | 03:24
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Es un lugar con todos los verdes imaginables: exuberantes palmeras, fresnos, araucarias, ginkgos, casuarinas, sauces, liquidámbares, tiñen el lienzo en el que se destacan las pinceladas rojo furioso de las rosas chinas, y la puntuación blanca y tenue de las magnolias. El amarillo del sol que asoma por el Este, y el agua parda que corre sin cesar hacia el río Santiago completan, en el terreno visual, un paisaje soñado; el canto de las aves, el paseo plácido de los niños en kayak, el murmullo del viento en los sauces, redondean una banda sonora inmejorable que resume el encanto de vivir a orillas del Doña Flora.

Apenas a veinte minutos en auto del centro de La Plata, en ese entorno acotado y singular, residen muchos vecinos: ensenadenses nacidos y criados, y platenses que lo eligieron para formar una familia. Muchas otras casas son “de fin de semana”, pero con propietarios que pasan gran parte del tiempo allí todo el año, atraídos por el imán del espíritu náutico, el contacto permanente con la naturaleza... y obligados por los minuciosos cuidados que requieren una casa y un jardín en la orilla del río.

Cada cortada o huella que parte desde la avenida Bruno Zabala -el sinuoso camino de 1.200 metros que une la avenida Bossinga con el río Santiago, más conocido como “de Regatas”- se denomina “entrada”. Leandro Robuschi y Aldana vivían en un departamento en el centro platense cuando compraron su lote en la entrada “9” del Doña Flora, hace más de 12 años. En principio, empezaron a construir lo que sería una casa de fin de semana, pero se empezaron a enamorar del lugar y decidieron que esa fuera su residencia permanente. Allí viven desde hace más de una década y son felices de la crianza que tienen en ese entorno sus hijos, que son “chicos del agua”. Santino (14), Genaro (12) y Luisina (8) nadan en el arroyo, conducen en soledad el kayak hasta Regatas, juegan en el río con colchonetas... y andan en lancha”.

“Ensenada es como un pueblo; todos nos conocemos y vamos más o menos a los mismos lugares”, admite Aldana, quien es citibelense y tiene una farmacia en su localidad natal pero está feliz de su vida ribereña “cada día, no veo la hora de llegar a mi casa... este es un lugar único. Nunca me voy a olvidar las palabras de mi vecina, cuando vinimos a ver este lote con miras a comprarlo. Nos dijo: ´si ustedes tienen la posibilidad de comprar esto, van a ser unos privilegiados´. Y lo somos”.

“La vida náutica nos gusta desde siempre; ya de adolescente venía a Regatas” recuerda: “de hecho, con Leo nos conocimos en Regatas, nos casamos en el club... No es casual que hoy vivamos y elijamos este lugar para nuestra familia”. La rutina de los Robuschi hace avanzar con velocidad el cuentakilómetros de su auto: ella trabaja en City Bell, él en La Plata -es licenciado en Comunicación Social y dicta clases en Periodismo de la UNLP-. Los chicos van al colegio en La Plata. “De todos modos, creo que estamos más cerca del casco urbano que los que viven en algún country de City Bell; nos queda todo más a mano”, dice Aldana, entusiasmada con las bondades de su vida “fluvial”.

Como en cada elección, no todas son rosas. Leandro recuerda dos crecidas grandes, especialmente una que inundó la casa. “Entraron unos 17 centímetros de agua... se arruinaron varias cosas” describe: “cuando hay sudestada, también la pasamos mal. Crece mucho el arroyo, tapa el muelle, arrastra de todo y pasan unos días hasta que vuelve la normalidad”.

Vivir en las afueras también los convierte en electrodependientes. “Tenemos gas envasado, pero es carísimo y hay que estar muy pendiente, por lo que casi toda la casa depende de la electricidad”, se explaya Robuschi.

Los deleites naúticos también los hacen orgullosos padres de un campeón nacional de wakeboard, Santino, quien actualmente está en la categoría Junior. “Él es completamente ‘de agua’... venía acá dentro de la panza cuando estábamos construyendo” revelan sus papás: “ama el deporte... se va a entrenar desde acá, desde casa, hasta el club, por el río”.

“La vida acá es relajada... yo ando todo el día así”, dice Aldana, mientras señala sus zapatillas, su ropa deportiva, y mira a Luisina, que tiene en sus brazos a dos cachorritos rescatados de la calle, a los que les está buscando hogar.

CASI “FULL-TIME”

Los padres de Juan Pablo Orazi compraron la casa a la que se llega por la entrada 10 del Doña Flora en 1978. Él cree que debe haberse construido un poco más un cuarto de siglo antes, a fines de la década del ´40.

“Tenía 20 años cuando mi familia compró esta casa” rememora: “supe que cuando se construyó, entraron todos los materiales a remo, incluso los de la pileta de 14 x 8 metros que tiene; es increíble. Acá era todo monte; enfrente no había nada”, recuerda Juan Pablo, que en ese entonces vivía y aún vive en Ensenada, cerquita de la casa que hoy usa “de fin de semana”, pero que en realidad Claudia, su esposa, asegura que disfrutan todo el año porque la tranquilidad del lugar y el encanto del río son una atracción permanente.

Tenía 20 años cuando mi familia compró esta casa. Cuando se construyó, entraron todos los materiales a remo”
Juan Pablo Orazi

En media hora estoy en City Bell, compro zapatos, meriendo con mis amigas y vuelvo a mi mundo”
Diana Zamponi

Crece mucho el arroyo, tapa el muelle, arrastra de todo y pasan unos días hasta que vuelve la normalidad”
Leandro Robuschi

“Las fiestas que hacíamos acá adentro... inolvidables. Estábamos solos, alejados de todo. En aquel entonces, a veces nos daba miedo quedarnos a dormir a la noche” reconoce Juan Pablo: “la oscuridad total, los ruidos del monte... Ahora eso cambió totalmente, porque está súper poblado; enfrente están las marinas en las que siempre hay veleritos, lanchas, pasan los chicos de la escuela de remo y kayak de los clubes.; estás alejado, pero el movimiento es constante”.

Claudia cuenta que en la actualidad no hay problemas de aprovisionamiento, ni mucho menos: “cuando nos quedamos varios días traemos carne de alguna carnicería en particular, vino, bebidas, pero estamos a pocos minutos de todo. Cerquita hay una proveeduría; hay un supermercado a diez minutos. Lo bueno de acá es que parece alejado de todo, pero es muy cerca. A veces vengo en bicicleta”.

La zona tiene todos los servicios, menos gas. Los vecinos tienen garrafas, “pero acá, vivimos a parrilla”, despeja dudas Orazi, un bioquímico que heredó la pasión por la vida náutica y sus deportes de su padre, y que se la ha transmitido a sus hijos Sofía (19) y Guido (17). “Tenemos un velero, pero los chicos también andan en gomones” dice: “acá, sobre todo en verano, estamos todo el tiempo en el agua”.

Al “Granuja”, el velero familiar, “ahora lo usan prácticamente sólo los chicos”, comenta Juan, quien actualmente se inclina por ir en los barcos de amigos a hacer regatas o paseos hasta la ciudad uruguaya de Colonia.

Las bellezas y bondades del Doña Flora se pusieron de moda en términos inmobiliarios hace unos diez años. Ahora, el metro cuadrado a la vera del serpenteante curso de agua, tiene un costo similar al de la zona más cara de City Bell. Los impuestos también son propios de una zona residencial. Una casita pequeña, con una habitación, en un lote no muy grande, se vendió hace poco a 500 mil dólares, para “horror” de los vecinos, la mayoría residentes desde hace muchos años, épocas de curtirse en el monte salvaje y hacer frente a sudestadas bravas que no seducían a nadie.

Quienes residen en el lugar tienen hábitos propios: por ejemplo, las casas se conectan por pasadizos secretos. En lugar de salir hasta la calle e ingresar por la otra entrada, los vecinos se visitan o se piden cosas cruzando pastizales, zanjas y alambres de púas, con una destreza inaudita a los ojos de quienes peregrinan habitualmente por pasillos de edificios y veredas.

El Doña Flora conecta dos entidades deportivas: el club Náutico de Ensenada y el club de Regatas La Plata. Es habitual ver pasar niños aprendiendo a gobernar sus kayaks. “Acá, aunque llueva, hay clases; sólo se suspenden por actividad eléctrica”, sentencian los vecinos.

Por supuesto, las aguas del arroyo no son siempre calmas. Varias “crecidas excepcionales” inundaron casas y ocasionaron pérdidas irreparables. La sudestada también hace de las suyas: cambia el sentido de las aguas y trae desde el río Santiago –que recibe muy cerca de allí el caudal del exánime arroyo El Gato- ramas, basura, polución.

El cuidado del parque es una de las tareas cotidianas que mayor entrega insume. “Hasta siete horas” calcula Juan Orazi, “entre el corte de césped y algunas podas. Acá crece de todo y de una manera exorbitante: salen palmeras por todos lados, enredaderas en el piso, está lleno de bichos, arañas, de todo. Incluso hay un lagarto overo que se pasea lo más campante”.

“Las mañanas son soñadas. El sol sale enfrente, por el Este, y es un mundo de pájaros: cardenales, jilgueros, cabecitas negras, de todo... hermoso”, detalla Orazi, perdidamente enamorado del lugar; reconoce que el invierno es duro “pero igual venimos todo el tiempo. Estamos cerca; nos gusta, y además siempre hay algún trabajito para hacer: cambiar maderas del techo, pintar algo, mantener la pileta...”.

“Acá no tengo ni televisión, ni equipo de música” concluye: “a veces vienen los amigos de los chicos y se quejan porque acá no hay buena señal para los celulares, ni mucho menos wifi. Y bueno, que se conecten con otras cosas... están todo el día con el teléfono; acá que vengan a escuchar los pajarracos, a mirar los camalotes que aparecen cuando baja el río”.

DE TODA LA VIDA

Diana Zamponi nació -literalmente- en la casa actual de los Orazi, pero en 1953, cuando la propiedad pertenecía a los Katz. “En los años ‘50, la casa estaba dividida en dos: en un sector vivía el entrenador de remo de Regatas; la otra mitad fue alquilada consecutivamente por tíos míos y mis padres” recuerda Diana: “vivimos allí varios años. Recuerdo que mi padre, remero, se iba en un chinchorro que estaba siempre en la puerta de la casa hasta el Náutico, y desde ahí se tomaba el tranvía hasta La Plata. Mi madre se iba nadando hasta Regatas... eran tiempos de camino de tierra y pocos accesos, así que se iba por agua a todos lados”.

Luego de unos años, la familia de mudó a Ensenada. Pero hace un cuarto de siglo, Diana volvió al lugar que nació, al que está encantada de pertenecer. Vive en la entrada 9, ahora gozando de su jubilación, luego de años como secretaria en dos grandes empresas y en depósitos de la Zona Franca.

“Es un privilegio de la vida, para mí, estar acá. En 15 minutos llegás al centro de La Plata. A la mañana, te hacés dos tostadas, agarrás el café entre las manos, te vas al balcón y mirás un paisaje que siempre cambia” enumera: “esta mañana pasó un montón de camalotes. Esto es un mundo distinto. Tenés una desconexión total con muchas cosas, pero conectás con la naturaleza sí o sí”.

¿Si hay complicaciones? “Antes era difícil, sin teléfono, sin muchos servicios. Ahora, en media hora estoy en City Bell, me compro unos zapatos, meriendo con mis amigas y después vuelvo y ya estoy en mi mundo. ¿La sudestada? Para mí es maravillosa: me pongo un short y bajo a ver el río, mil veces ando con el agua hasta la cintura. Me encanta” señala Diana.

“Justamente, el otro día hablaba con mis amigas y recordaba que estuve como diez años sin irme de vacaciones... Es que realmente ni las he necesitado” aclara: “acá, la mitad del año, te ponés la malla apenas llegás a casa... o estás disfrutando del río todo el fin de semana. Es hermoso; no lo cambio por nada”.

Canalizado y rectificado en su curso superior, que bordea la planta urbana de Ensenada, el arroyo Doña Flora mantiene su morfología natural apenas los últimos dos kilómetros de su recorrido, que termina en el río Santiago. Esa desembocadura está a poco más de mil metros de la del arroyo El Zanjón, que transporta la podredumbre (vertidos cloacales sin tratar, efluentes industriales, residuos domiciliarios sólidos) del Gato platense.

Como contrapartida, frente al cauce inferior del Doña Flora, justo ante las residencias que miran al agua, resiste un área de monte ribereño de incalculable valor ecológico; periódicamente acosado y degradado por actividades humanas, sean particulares o derivadas de decisiones oficiales, este sector es un relicto de naturaleza en estado puro.

 

 

 

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toda una vida junto al doña flora: Juan pablo orazi, cuyos padres se desembarcaron allí hace 40 años, y su esposa claudia / gonzalo calvelo

la familia robuschi en pleno: leandro y aldana junto a sus hijos santino, genaro y luisina / gonzalo calvelo

sofía y guido Orazi a bordo del “granuja”, el velero que atravesó dos generaciones / gonzalo calvelo

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