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Disney abusa de la nostalgia y reproduce la original casi cuadro por cuadro, pero con una tecnología de punta que le quita el alma y la magia
¿Qué está sintiendo este lindo gatito? Imposible saberlo / Outnow
Pedro Garay
pgaray@eldia.com
“El rey león” es un ejercicio en la impunidad: una remake innecesaria de un clásico en absoluto envejecido, copiada casi toma por toma, frase por frase, con la que Disney parece desafiar al público, empujar los límites de la fidelidad de la audiencia. ¿Hasta qué punto están dispuestos a comer esta comida rápida refritada que les estamos sirviendo en el que pronto será el único restorán del mundo?, parecen preguntar.
Ciertamente, es un espectáculo visual “bello”: pero de una belleza convencional, de postal. Y si no sorprende es, básicamente, porque ya hemos visto estos atardeceres en la sabana: si digo que esta versión recupera toma por toma la cinta original no es solo una expresión, sino una descripción bastante fiel.
Pero la metáfora de la comida rápida no se sostiene del todo, claro. No por exagerada, sino porque esta comida rápida llevó, en realidad, laburo, sudor y dólares: es, como otras reseñas han señalado, una “proeza técnica”, término que me resisto a reproducir sin comillas porque ¿qué es la técnica si no sirve a un propósito? Aquí, la asombrosa técnica capaz de crear un mundo idéntico al nuestro desde la animación conspira contra la película, le quita toda emoción a esos leones con los que, se supone, tenemos que empatizar: gracias a su avance tecnológico, seguramente un hito en la historia de la animación por computadora, una mera película “innecesaria” se transforma en la epítome de “espectáculo visual sin alma”.
El fotorrealismo avanza en la animación con los avances tecnológicos, y ya es un problema: más allá de que existen infinitas posibilidades expresivas en la animación por computadora, el fotorrealismo implica, como su nombre indica, reducir esas posibilidades a una mera copia de la realidad desprovista de la subjetividad del hombre. En una absoluta malversación de recursos, de poder técnico, Disney usó una computadora capaz de crear cualquier textura, cualquier ley física bizarra, cualquier universo imaginable… y la usó para copiar el nuestro.
Pero más allá: si se borra el trazo humano que da vida (anima) esos mundos, ¿qué le ocurre a nuestros leones? Era esa subjetividad la que daba emociones humanas a los animalitos de “El rey león” en su versión original, lo que proyectaba humanidad en sus ojos. Lo que queda es una fauna de ojos muy reales (¡qué bárbaro! ¡qué increíble!) pero inexpresivos (en oposición a esos ojos grandotes y hermosos del viejo Disney). Animales con cara de poker, sin la simpatía que les daba el trazo de los animadores, que de tan reales parecen un vídeo de la National Geographic a la que un bromista youtuber le pegó encima los diálogos y las canciones del clásico de 1995.
Así que de alguna manera está bien que por motivos de marketing Disney se resista a decir que es una remake “animada” de otra película animada: animar es dar vida, y estos leones parecerán muy reales, pero no tienen alma. Aunque no deja de ser irónico que sea la propia Disney la que, por un puñado de dólares, bastardea su propia magia. Y todo esto, sin entrar en las pequeñas modificaciones a la trama, que explican y castigan moralmente el hippiesmo de sus personajes más felices e introducen esas bajadas de línea manufacturadas que ya causan gracia.
Ahora: el apego al fotorrealismo, un vicio inexplicable y cada vez más diseminado por el medio de la animación, replica el problema del cine en esta era monopólicas de la Casa del Ratón: en lugar de apostar por la creación de mundos nuevos, imaginarios, desafiantes, se recae una y otra vez en los mundos conocidos, reconocibles, como si el público solo pudiera ver algo que le es familiar. Esa premisa que ha dado lugar al dominio de la nostalgia y las secuelas, reduce el grado de riesgo y experimentación en la industria a cero: todo es digitado, calculado. No extraña que sean productos tan corporativos, sin impronta personal, con una animación que imita la realidad y borra el trazo de los artistas, los convierte en meros técnicos. Sin alma, como esos leones de ojos inexpresivos.
Y si “El rey león” tiene el desempeño que todos sabemos tendrá en estas vacaciones en la taquilla (el resto de los grandes estudios parece haber huido de esta fecha de estreno, para no competir) será la comprobación de la impunidad del (para usar una metáfora salida de otro producto de Disney, porque pronto solo podremos pensar en los términos que la Casa del Ratón imponga) Darth Vader del cine, el Jedi que se vuelve oscuro, imperial y asfixiante. Tiene un poder casi ilimitado, el del dinero, el de la técnica, el de nuestra nostalgia, y hace abuso de ese poder: Disney hace lo que quiere, de forma escandalosa refrita sus propias propiedades, arma sagas infinitas, y aún así, aún a pesar de la obviedad de la pereza y ambición de un estudio que supo hacer cine con la materia de los sueños, sigue conquistando la taquilla, moldeando la oferta cinematográfica a su conservadora imagen y semejanza.
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