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EZEQUIEL FERNÁNDEZ MOORES
“No tenemos nada de fútbol”, decía el último viernes un colega amigo en la radio. Lo decía a solo horas de la final de la Copa Libertadores que Santos y Palmeiras jugaron ayer en el Maracaná. Si la final de la Libertadores no incluye a un equipo argentino (y mucho mejor que sean Boca y River, claro), pareciera que no tuviéramos final y ni siquiera fútbol. Está bien que primero nos interese lo que sucede en nuestra propia aldea. Pero no al punto de olvidarnos del resto del mundo. Como si la Libertadores perdiera sentido sin un equipo nuestro. Como si Santos y Palmeiras no tuvieran historias riquísimas. Como si el Maracaná, templo del fútbol mundial, fuera un estadio menor al lado de la Bombonera y el Monumental.
Escribo este texto antes de la final. Para intentar contar justamente que sí hay fútbol, con todo lo que eso implica. Hay juego, y entonces también hay negocio y hay política. Y hay, claro, una historia futbolera enorme detrás de la primera final enteramente brasileña de los últimos quince años, y con dos equipos del Estado paulista jugando en Río de Janeiro (veo que la Bombonera se postula para ser escenario de la próxima final y pienso qué podría suceder acá si acaso esa final, sin Boca, tuviese a River como representante nacional. ¿Permitiría la patronal de La 12 una cosa así?).
Cuando el Maracaná ganó la sede de esta última final no había Covid-19 en el mundo. El gran estadio, reformado y achicado para el Mundial 2014, incorporó a su lado en plena pandemia un hospital de emergencia para los enfermos, que ya no funciona más. Y Palmeiras y Santos, claro, eran dos equipos con jugadores sanos. Paradójicamente, a los pocos meses se convirtieron en dos de los equipos brasileños con mayor cantidad de contagios. Más de veinte jugadores en el caso de Palmeiras, técnico incluído. Más de una decena en Santos, cuyo DT, Cuca, pasó inclusive nueve días hospitalizado, con lesiones pulmonares y hepatitis. La recuperación fue lenta y más de un jugador demoró más tiempo del previsto en recuperar el nivel.
Por otro lado, ninguno de los dos equipos eran candidatos en la Libertadores. No lo fueron especialmente en semifinales, donde terminaron eliminando a River y Boca, Palmeiras con angustia y acaso sin merecerlo y Santos aprovechando una debacle de Boca, futbolística y anímica, y tan profunda en el 0-3 de la revancha, que aun hoy sigue siendo difícil comprender qué pasó realmente ese día. Palmeiras, bueno es recordarlo, hoy sí que es uno de los mejores equipos de Brasil, con chances de lograr al menos un par de títulos. Pero hace siete meses era pura crisis, al punto que echó al DT y fichó al portugués Abel Braga, de apenas 42 años. Brasil no le tiene miedo a los entrenadores extranjeros.
Santos era aún menos candidato. Su crisis incluía lo institucional. Sufrió hasta recambio de presidente por un escándalo de corrupción. Retrasó salarios de sus jugadores. Un medio brasileño dijo que tenía apenas un 4 por ciento de chances de superar a Boca en la semifinal. “4 por ciento de chances y 96 por ciento de fe”, replicó el vestuario. Y así respondió. Humilló a Boca. Y, así como en los ‘60 tuvo a un tal Pelé y luego a cracks que vendió a Europa por millones, como Robinho y Neymar, ahora tiene a Kaio Jorge, de 19 años, nueva joyita con futuro de superclub. Es el proceso inevitable. Brasil sigue siendo el país que vendió mayor cantidad de jugadores. Más de dos mil la última temporada. El doble que Argentina, segunda en esa estadística.
¿Por qué creer entonces que solo acá el fútbol es tan importante (a veces demasiado)? El que sabe esto mejor que nadie, en Brasil, es Jair Bolsonaro. Es el presidente que insulta a sus críticos, que suma (contadas por la prensa) miles de afirmaciones mentirosas desde que asumió el cargo y que, ahora que hasta sus votantes están enojados, y después de que la pandemia mató a más de doscientos mil ciudadanos, entonces sí nos avisa que el coronavirus ya no es una “gripezinha” y busca vacunas hasta en China, a la que insultaba como origen del virus. Lo que sí mantiene Bolsonaro es su utilización del fútbol. Sabe que le da votos.
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Imposible olvidar su vuelta olímpica cuando Brasil ganó la final de la última Copa América, lo que valió una sanción de la Conmebol al fútbol brasileño. Bolsonaro es de Palmeiras y allí tuvo a su soldado más fiel, el volante Felipe Melo. Pero también fue hincha fervoroso de Flamengo (el equipo más popular de Brasil) para la final de la Libertadores 2019 contra River. Y usó a Flamengo para fastidiar a Globo, porque la poderosa cadena le quitó el apoyo y comenzó a contarle los muertos del Covid. Y desde hace tiempo también es hincha fiel de Santos. Pelé le regaló hace unos meses su camiseta número 10 y él la usa para todo. Hasta para aparecer en la playa para que seguidores, aglomerados y sin barbijo, por supuesto, le griten “mito” y le festejen sus insultos y mentiras. Bolsonaro celebró como nadie que esta nueva final de la Libertadores haya sido enteramente brasileña. Pero no precisamente por amor al fútbol. Es amor al poder.
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