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Pedro Garay
pgaray@eldia.com
“Todas las formas de estupor que he vivido he intentado ponerlas en mis películas, por eso están llenas de apariciones y epifanías ligadas a la forma en que mi familia contaba las historias”, dice Paolo Sorrentino, y así es el cine del director y guionista napolitano: hecho de mil historias anécdotas contadas con la carcajada de quien sabe que cuenta un relato que no interesa del todo que sea verdad, en reuniones familiares y de amigos más parecidas a bacanales.
Ese aspecto desbordante, bien napolitano, esa ciudad de corrupción y desenfreno, familias y amigos apasionados, peleas a los gritos y amores locos, vuelve a alimentar su cine en “Fue la mano de Dios”, su última película, que se estrena el 15 de diciembre a través de la pantalla de Netflix tras ganar del Gran Premio del Jurado en Venecia y pasar por el Festival de Mar del Plata, y en la que el realizador de “Il divo” y “La grande bellezza” aborda su santísima trinidad: Nápoles, el cine y Maradona se abrazan en este viaje al pasado para Sorrentino, un fresco de la ciudad italiana con un pie en “Amarcord”, construida desde sus mitos (Capuano, San Gennaro, la mafia, los amores, el verano y, claro, el Diego) porque, al final, las ficciones suelen decir mucho más de nuestras emociones y nuestra historia compartida que la historia oficial.
Es una película de tintes biográficos y, por lo tanto, uno de los trabajos más sentidos y comedidos del director, que deja de lado algo de ese despliegue que algunos críticos llaman decadente y fanfarrón y otros virtuoso: es cierto que San Gennaro pasea en Rolls Royce, que hay un pequeño monje que concede deseos y una tía musa de todas las fantasías, pero sobre todo hay melancolía por esos años definitorios para el joven Fabietto, protagonista, que comienza el relato esperanzado por la llegada de Dios, Diego, a Nápoles, y lo cierra sintiendo muy cerca del corazón la ausencia de todo Dios, luego de que sus padres son arrancados de su vida por una fuga de gas de la que el protagonista se salva ¿con ayuda divina?
Así, Diego entra y sale del relato, sobrevolando la adolescencia de Fabio entre momentos epifánicos y desoladores. “Maradona me asombraba, a mi y a todos los napolitanos, era una figura semidivina”, recordó Sorrentino, y con ese afán anecdotista de todo napolitano, contó cómo “Maradona no llega a Nápoles: no hay una foto de su llegada, él aparece de pronto en el estadio, surge de una gruta oscura como la de Belén, como un recién nacido”.
Pero tras el accidente de sus padres, el fervor maradoniano de Fabio se apaga, se mesura, ese abono que le regaló su padre es un recuerdo doloroso de la felicidad que cree ya no alcanzará jamás. Maradona sale de escena de “Fue la mano de Dios” desde ese momento, hasta el catártico final con cánticos tribuneros maradonistas que le piantarán un lagrimón a más de un argentino de herencia italiana: ya no hay milagros, o mejor dicho, ya no se puede obrar el único milagro verdaderamente necesario, el de volver el tiempo atrás.
Porque tampoco el cine puede ser ese vehículo para volver al pasado: Sorrentino se sube a él, recupera su pasado, revive su dolor, pero no puede transformarlo con el cine. Ese desgarro está en el corazón del relato de Sorrentino: ¿para qué sirve el cine? Antonio Capuano, especie de mentor del joven Fabietto en el filme, dice que es un escape: nada cambia, pero como la realidad es decepcionante, para eso está el arte, para eso está esa Mano de Dios, esa ficción, esa trampa que rompe con el atroz destino que oprime y abruma. En la película vuela el halo de Fellini, como en todo el cine de Sorrentino, “una influencia fundamental” y un cineasta que “siempre contaba lo único que se puede contar, la dificultad del ser humano cuando le falta la tierra bajo los pies”. Pero sobre todo está Capuano, napolitano, más grande que la vida, que “como todos los napolitanos se cree que la ciudad es el centro del mundo... esa es una de las razones por las que me fui, la visión de la realidad era muy limitada”.
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La partida de Sorrentino de Nápoles lleva a cuestas el mismo “gran dolor” con el, dice Capuano, se hace el arte (también la Mano de Dios se erigió con un gran dolor, personal y social), que el dolor que carga su Fabietto. La misma incertidumbre, sobre el rol del cine, sus posibilidades. Son las preguntas de un adolescente, pero Sorrentino no tiene las respuestas: la verdadera melancolía de “Fue la mano de Dios” no es la del regreso a la infancia idílica, sino la de saber que no hay respuestas, que el cine busca y busca y nunca hay respuestas, nadie responde. Pero Sorrentino sigue buscando, y retratando, esos momentos de fascinación, de estupor, que se parecen en algo una respuesta. “El problema”, sonríe, “es que al crecer te asombras menos”.
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