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La Vanguardia.- En el hospital Steve Biko de Pretoria, Sudáfrica, la distancia entre el infierno y el cielo son ocho pisos de escaleras sin ascensor. Abajo, claro, está el averno. El estacionamiento frente a la entrada de emergencias avisa de una crisis nacional. Una carpa verde oscuro, levantada donde antes descansaban los vehículos, recibe a los pacientes y sirve para hacer triaje.
Un padre treintañero espera con su hija dormida en brazos y la angustia clavada en la garganta, y unos metros detrás, una mujer sentada en una silla plegable esconde la cabeza entre las manos. Parece cansada. A veinte metros, todavía en el parking, desde la entrada abierta de una carpa blanca se ve a una mujer tumbada en una cama con una máscara de oxígeno en el rostro. Apenas gira levemente la cabeza cuando un sanitario con bata blanca se coloca a su lado y le habla. Una vez dentro del edificio, la secuencia empeora: hay pacientes por todos lados, muchos en camillas dispuestas en el pasillo.
Un chico negro duerme sobre una en posición fetal y delante un hombre blanco de barba espesa tose secamente sentado junto a su hija, que le acaricia el brazo con el gesto desencajado. La escena es la confirmación de una realidad: Sudáfrica, el país más afectado del continente africano por la covid con más de millón y medio de positivos y 50.000 muertos, lucha a tumba abierta contra la variante sudafricana del virus, la 501Y.V2, que tiene una mayor capacidad de transmisión y ya supone un 90% de los nuevos contagios.
El descubrimiento de esta cepa en el este del país en diciembre y su expansión a países vecinos preocupa a los expertos que en enero alertaron de un aumento del 40% de las muertes en el continente africano, donde la cifra supera los 100.000 fallecidos, según la Organización Mundial de la Salud.
Aunque África ha conseguido cortar la sangría –los casos se han reducido en las últimas cuatro semanas– y ha salido más o menos airosa de las primeras olas de la pandemia en comparación con el resto del mundo, donde se han detectado 113 millones de casos positivos (cuatro de ellos africanos) y 2,5 millones de muertes, el futuro pandémico del continente dependerá del despliegue de las vacunas.
Por eso en el hospital Steve Biko hay que subir a pie ocho pisos—en estos días de virus desatados es desaconsejable usar el ascensor— para vislumbrar la esperanza.
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Tres chicas jóvenes con bata blanca descienden sonrientes por las escaleras y en un rellano se abrazan. “¡Nos han puesto la vacuna!”, se felicitan emocionadas, como si no se lo acabaran de creer. Unos metros más arriba, la octava planta es un hormiguero de médicos, sanitarios y personal de gestión o limpieza que esperan su turno para el pinchazo.
Tras suspender a inicios de febrero la distribución de un millón de dosis de la vacuna Oxford AstraZeneca al dudar de su efectividad ante la nueva variante del virus, el Gobierno sudafricano inició la semana pasada –dos meses más tarde que en España– la vacunación del personal sanitario horas después de recibir el primer lote de 80.000 dosis de la vacuna Johnson & Johnson.
El doctor Fareed Abdullah, que trata pacientes de covid desde abril, ha visto suficientemente de cerca los estragos del virus como para no esperar ni un segundo a tener su escudo particular. Fue uno de los primeros en registrarse en el sistema digital de vacunación y en cuanto recibió en su móvil un link con la confirmación, subió a recibir su dosis.
Se le ve radiante enfundado en un uniforme azul marino y sus ojos chispean detrás de unas gafas redondeadas. En cuanto entra en la habitación, donde hay otras cuatro personas esperando la inyección, se levanta raudo la manga y dice gracias muchas veces a la enfermera que prepara la jeringuilla. “Es maravilloso. ¡Hay que parar al corona! Creo que va a ser un largo camino, pero la vacunación es una parte importante de la solución”.
El país necesita como el agua esa salida. Un paseo por Melville, antaño uno de los barrios más cool de Johannesburgo, con una 7th Street salpicada de bares musicales, galerías de arte y cafés con aires neoyorquinos, anuncia que el impacto económico de la pandemia empieza a torcer las cosas. Por todos lados hay anuncios impensables hace un año y medio que advierten de la presencia de carteristas o que piden vigilar las pertenencias dentro de los locales. Kader, propietario de raíces argelinas de la cafetería IT Corner, se disculpa.
“En los últimos meses han aumentado los robos de móviles a plena luz del día, te dan un tirón, se suben a un coche en marcha y adiós; y por la noche se producen atracos al salir de los locales. Es por la crisis económica por la pandemia…”. Según cifras oficiales, en el 2020 el desempleo alcanzó los 7,2 millones, el 32,5%, una cifra récord, y el número de asesinatos subió a 58,2 casos diarios, diez más que hace una década.
A Simon, zimbabuense que vende recuerdos para turistas en la calle, no le hacen falta números ni porcentajes para confirmar los nubarrones. “No hay turistas y el negocio no funciona. Estoy mal. Me paso todo el día aquí y apenas vendo nada. Mucha gente no sabe qué hacer. Yo he tenido que enviar a mi mujer y mis hijos a Zimbabue porque aquí la vida es más cara y ya no podíamos resistir”.
Fuente: https://www.lavanguardia.com/internacional/20210228/6260980/sudafrica-epicentro-covid.html
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