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Alejandro Castañeda
Alejandro Castañeda
El apagón europeo logró el milagro de darle unas horas de estrellato a las viejas radios a transistores. Fue una venganza del ayer, cuando las cosas persistían en su ser y se conformaban con seguir siendo ellas mismas, abocadas a una sola faena, pero inocentes, sencillas y cumplidoras. Las radios conocieron su época de gloria cuando llegaron los transistores y salieron a pasear por las calles. Las ciudades se informaban con pilas. Pero las radios siempre siguieron allí, listas para volver a escena cuando se las necesite, sin rencor por haber sido tan olvidadas. Así como ellas, los mensajes que traen botellas arrojadas al mar, emisarios más remotos aún, también andan por ahí, dejando promesas de amor que se esclarecen con la lejanía.
En estos días, dos hechos reafirmaron la nobleza de esos amigos que se conformaban con integrar el magro batallón comunicacional del ayer. Lo del apagón fue inolvidable. Conmovía a los españoles, tan agrandados en su nuevo mundo, tener que aferrarse con uñas y dientes a las radios a transistores, por culpa de un corte de electricidad que dejó mudos y oscuros todos sus celulares, el compañero infaltable de estos días. Fue como la venganza de un ayer no tan lejano que alguna vez terminó arrasado por la nueva tecnología.
El apagón había anulado de un plumazo un sistema que parecía indestructible. Pero la vida, como siempre, siguió andando sin móviles. Con el cablerío inerte, las viejas pilas volvieron a ser buscadas, pero sobre todo las radios a transistores pudieron retornar a esas calles que hace mucho habían abandonado. Tenían la misión de llevar noticias y compañía a una población recalentada de urgencias y penumbras. Grupos de habitantes en todas las ciudades rodeaban al ocasional poseedor de una portátil que se esa noche convirtió en el portavoz de esas comarcas que estuvieron a merced de las sombras y el silencio. La alta tecnología tuvo que aceptar sus limitaciones. Porque como dijo Bauman “cuando se enciende el móvil se apaga la calle”. Los celulares de última generación, se mantuvieron al costado, inútiles, cabizbajos dejando que las orgullosas Spikas pasaran a ser portadoras del puñado de informaciones que se necesitaba conocer en esas horas extraviadas.
Las radios le devolvieron fraternidad y silencio al espacio urbano. La imagen tenía algo de acto religioso con esa fila de fieles desconcertados, sin audífonos ni selfies, atendiendo callados la narrativa mediática. Las portátiles callejeras enseñaron a saber escuchar en silencio, pero sobre todo, a que lo viejo nunca es desechable.
La otra noticia también habla de un antiguo sistema de comunicarse que esta vez vino recargado con un mensaje muy sensible. Crystal y Rick, dos turistas australianos que paseaban por la costa, vieron una botella arrastrada por las olas y, al notar que contenía algo en su interior, no dudaron en sacarla del agua. Lo que había dentro no era arena ni objetos valiosos, sino cenizas humanas y un mensaje. Las cenizas pertenecían a Geoff, un hombre cuyos seres queridos habían querido despedir de una forma poco convencional. La sorpresa dio paso al asombro cuando Crystal leyó el mensaje que acompañaba los restos: “Si la encuentras, arroja la botella a la marea saliente para que pueda continuar mi viaje”. Un mandato inimaginable y sugerente que no va dirigido a nadie pero vale para siempre. De alguna manera, en esa botella, Geoff sigue viajando, desafiando olas y tempestades, sin naufragar ni rendirse. Se niega a morir del todo y sólo ruega poder seguir estando como sea. El último pedido del hombre a sus familiares había sido que lo dejaran libre navegar por la corriente para que su alma pudiera conocer aquellos lugares a los que nunca había llegado. ¿Cuántas veces habrán abierto y cerrado la botella? ¿Cuántos lo descubrieron en el camino y lo dejaron seguir viajando? Esa botella que lleva por los mares los restos de Geoff trae un mensaje que lo prolonga y lo trasciende: es el emocionante rastro de alguien que no quiere abandonarnos del todo.
Recuerdos, perdidas, mensajes y evocaciones, de eso están hechos los sueños: Porque “la memoria –dice un aforismo- es el perro más estúpido: vos le tirás un palo y te trae cualquier cosa”.
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