

¿Aceptás o no? “Bandersnatch” pone el control (literalmente) en manos del espectador / Netflix
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La película interactiva lanzada por Netflix, una nueva alegoría de Charlie Brooker sobre la sociedad de consumo, atrapa aunque se agota rápido
¿Aceptás o no? “Bandersnatch” pone el control (literalmente) en manos del espectador / Netflix
PEDRO GARAY
pgaray@eldia.com
Tras un par de días de jugar al “Black Mirror: Bandersnatch”, no puedo negar que el supuesto experimento tiene una cuota de entretenimiento y adicción. Sin embargo, poniéndome en la piel del crítico de videojuegos, crucial en la trama, el mundo de “Bandersnatch” es de consumo veloz, se agota rápido y se vuelve circular enseguida: Charlie Brooker, la mente detrás de la serie distópica y guionista de esta película interactiva, puede estar diciendo algo sobre el mundo con las faltas de opciones detrás de la supuesta interactividad, o puede estar aprovechando las limitaciones de la ficción interactiva filmada (se rodaron más de 300 horas y aún así las opciones son pocas) para decir su metáfora de consumos y Pac-Mans desde allí, pero la certeza es que hay pocas opciones en este supuesto experimento vanguardista que algunos osan llamar “revolución”.
“Supuesto experimento”, porque en la era de los videojuegos de mundo abierto y a décadas de la era dorada de las aventuras gráficas, la ficción interactiva ya lleva años explorando los límites de las posibilidades de interacción en el entretenimiento: pero la ficción de Brooker, realizada por encargo para Netflix no mira hacia estas experiencias prácticamente anárquicas, sino que tiene como punto de partida, según el creador de la saga, juegos como “Monkey Island” y “El Hobbit” y, claro, los libros de “Elige tu propia aventura”, donde el autor sigue sosteniendo a rienda corta los hilos de la historia. Esta saga de libros da forma tanto al videojuego que se programa dentro de la ficción, como a la ficción misma, ofreciendo, cada tanto, dos opciones, una experiencia no tan interactiva como la anunciada.
La cuestión de la autoría es una de las claves de “Bandersnatch”, que no quiere relegar el control de la historia al punto de que, a diferencia de la mayoría de los videojuegos, hace jugar “a ciegas” a sus espectadores: ¿cuál es el objetivo al que debemos conducir al protagonista, el traumado programador de videojuegos Stefan? ¿Debemos lograr que sobreviva? ¿Qué sobreviva su madre y evite así años de terapia y mediación? ¿Conseguir el puntaje más alto posible para el videojuego? La película no lo informa y el espectador realiza una decena de elecciones casi al azar, sin saber hacia dónde conduce todo, hasta que comienza a conocer el mundo. En esa decisión del autor, empiezan a colisionar ficción tradicional e interactiva.
Porque si no sabemos hacia dónde queremos que conduzcan nuestras elecciones, o si conducen azarosamente a diversos desenlaces, se vuelven inconsecuentes: el espectador elige entre dos opciones que no sabe dónde llevarán y continúa por curiosidad, como quien sigue mirando una película para ver el final. Es un espectador prácticamente pasivo, eligiendo solo entre dos opciones que a menudo son circulares, pero es por diseño, y no por error: el control lo tiene el autor, no el usuario.
Mientras más se explora el mundo, más circular se vuelve, y más se notan los hilos del titiritero (que no es uno, sino Brooker). Los “endpoints”, reseteos que regresan la trama a un punto tras una “mala decisión”, dejan eso en claro: “Bandersnatch” quiere contar un capítulo de una manera (o de varias formas en todo caso, teniendo en cuenta los finales similares pero distintos) bajo la apariencia de que quien narra es el espectador. Estamos ante una ficción tradicional disfrazada de interactiva (casi una anti-ficción interactiva).
Pero la narración “lineal” tampoco es tan interesante. Casi todos nos hemos entregado felices a los mundos oscuros propuestos por Brooker sin necesidad de interactuar: podríamos aceptar, entonces, una nueva ficción de “Black Mirror”, con un “bonus” para jugar a que jugamos. Pero el otro gran problema es que, como episodio de la saga, tampoco es tan interesante: la narración a menudo asoma deshilachada, un mix poco cohesivo de subtramas (el conejo, el videojuego, el trauma, la conspiración del gobierno, viajes en el tiempo) creadas para la interacción y para dar la sensación de que estamos ante un universo infinito para explorar.
El pegamento de estas ideas es apenas sugerido de manera confusa, por esa molesta insistencia de ocultar información al espectador (un falso misterio que genera la mencionada sensación de “azar” a la hora de definir el destino de Stefan): un mítico programador de videojuegos parece haber descubierto que la vida de todos es la de un personaje de videojuegos, controlado por fuerzas que desconoce. Como el narrador de “Rayuela”, otra ficción “interactiva”, salta al abismo, al otro lado del espejo: el despertar mental (o la locura) es la conciencia de estar siendo manipulado, por el gobierno, el inconsciente, el psicólogo, tus padres, la sociedad, una cláusula IF programada por otro o Netflix.
Allí aparecen las aristas más interesantes de la historia que propone Brooker, un autor que debajo de su cáscara filosófica asoma a menudo muy cerca de la noble tradición de la ciencia ficción popular de la literatura, el cine y la televisión. Porque también nosotros, espectadores, estamos siendo controlados por fuerzas que desconocemos: el autor dicta el destino de la serie a pesar de nuestra “ilusión de libre albedrío” de la misma manera que pensamos que tenemos libre albedrío para vivir nuestra vida y solo podemos elegir entre una zapatilla azul y una roja (o un disco de Thompson Twins o Tangerine Dream). Como Pac-Man, habitamos un laberinto sin escape y solo podemos consumir.
Las pocas opciones del usuario, que son las limitaciones propias del medio para proponer interacción (no se puede filmar hasta el infinito), entonces, se transforman en la intención artística del titiritero que refleja a través del “espejo negro” nuestra propia falta de elección. En este incesante vaivén entre ficción y realidad, “Bandersnatch” revela incluso algunas de sus condiciones de producción (la imposibilidad de filmar variaciones infinitas, la complejidad para atar múltiples tramas), resueltas, afirma Stefan desde dentro de la ficción (pero nos dice Brooker desde afuera), reduciendo las opciones: lo importante no es crear un libre albedrío real, sino la ilusión del libre albedrío (parece que hay variaciones infinitas pero a medida que se avanza nos encontramos en un loop, donde , varios “endpoints” desembocan en sueños o chistes, sin desarrollo o importancia para ciertas subtramas).
Así, el control que creen que tienen los personajes sobre su vida y el que tienen realmente, espeja el control que pensamos que tenemos sobre los personajes y el que tenemos realmente (quien dirige todo es Brooker) y, también, el control que pensamos que tenemos sobre nuestra vida y el que tenemos verdaderamente: pensamos que actuamos por voluntad propia pero nos conducen fuerzas (el gobierno, el inconsciente…) que no vemos. Como siempre, “Black Mirror” es una versión tecnológica de las tragedias griegas, donde sus personajes (como las personas) no conocen los designios superiores que controlan sus acciones.
Pero el concepto es, por lejos, mucho más interesante que su desarrollo. Porque el gran problema de “Bandersnatch” es que, después de un ratito, perdemos esa ilusión de libre albedrío que Stefan revela clave para el éxito de su videojuego: la moraleja que propone Brooker (ofreciéndonos pocas elecciones para decirnos que no tenemos voluntad propia) vence a la experiencia, al entretenimiento y, finalmente, al compromiso del espectador. Está bien, tenemos pocas opciones en la vida, pero jugar a un videojuego con pocas opciones (y donde las opciones son inconsecuentes porque manda el autor) puede volverse aburrido rápido, a medida que se agota la novedad.
¿Aceptás o no? “Bandersnatch” pone el control (literalmente) en manos del espectador / Netflix
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