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Es habitual que las campañas electorales en nuestro país suelan verse condicionadas por la aparición esporádica de posturas agresivas que, en muchas ocasiones, se reflejan en chicanas y brulotes –a veces desmedidos y hasta groseros- que, sin embargo, pueden atribuirse al apasionamiento político o, inclusive, a estrategias de promoción. Se estaría allí ante expresiones emergentes que, si bien contienen rasgos negativos y no debieran presentase, en definitiva forman parte del folklore político.
Ello, sin embargo, no debe confundirse con las agresiones y escraches que, de tanto en tanto, se realizan contra candidatos políticos, en actitudes que resultan contrarias a los principios éticos y de paz que deben caracterizar siempre a las distintas instancias de convivencia propias de todo sistema democrático.
Se ha dicho ya en esta columna que ningún motivo justifica la aparición de determinados actos y de conductas que apuntan a sembrar temor y motivos de discordia en la sociedad. Ahora ha sido el propio Presidente de la República el que días atrás vivió en la ciudad de Córdoba un momento de suma tensión, al ser increpado por una persona cuando estaba junto a su esposa y el Gobernador de esa provincia en la puerta de un conocido restaurante en el que se juntaron a cenar.
El hecho, ocurrido minutos antes de las 20, debe ser también atribuido a una inconcebible falla en la seguridad del Presidente y, en este caso, también de la gobernación cordobesa. Un error registrado al estacionarse los vehículos obligó al Presidente a caminar varios metros por la vereda, sin custodia suficiente a la vista. De lo que se está hablando –en éste, como en otros casos ocurridos en períodos anteriores- es de una cuestión de Estado, que debe ser tratada como tal, con especial celo por los responsables.
Si bien es verdad que el país vive desde 1983 en un sistema democrático y republicano, entre cuyas características principales figura la del respeto a los derechos y garantías elementales que la Constitución resguarda como bienes supremos, también es cierto que aparecen, en forma intermitente y aislada, episodios que sólo pueden inscribirse en los capítulos más regresivos de nuestra historia.
Así, en los últimos años se han conocido y generado lógica alarma ataques, escraches y amenazas de distinta índole -como las que se realizaron contra jueces y fiscales de algunas causas resonantes o contra gobernadores, ministros o políticos- que, como se dijo, deben ser firmemente repudiados y, por cierto, investigados hasta las últimas consecuencias. En todos esos casos, que correspondieron a los sucesivos turnos gubernamentales, desde esta columna se repudiaron todas y cada una de las amenazas proferidas.
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Está claro que quienes concretan estos ataques persiguen el obvio propósito de sembrar inquietud y de ayudar a crear un clima político de zozobra y de temor. En los casos de las amenazas anónimas, apelan, en general, a metodologías que hacen difícil su esclarecimiento. Sin embargo, deben agotarse las posibilidades parar tratar de individualizar a sus autores.
Todas las agresiones y amenazas revisten, por supuesto, una marcada gravedad, en el sentido de que ninguna de ellas debe ser subestimada. Y frente a esta situación, el Estado no sólo tiene la obligación de investigar sino además de garantizar la integridad y tranquilidad de las personas amenazadas.
Este tipo de actos merece el más enérgico repudio de toda la sociedad. El país vivió una profusa y lamentable experiencia en épocas anteriores y resulta, por consiguiente, primordial que desde todos los sectores se alcen voces para condenar el accionar de quienes buscan por esta vía atentar contra pautas básicas de la convivencia civilizada.
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