“Andor”: la rebelión no es un asunto bonito

Las franquicias que atraviesan las décadas son espejos de la sociedad. “Rocky” pasó de un retrato de la marginalidad a una imagen del optimismo reaganista; las princesas de Disney ganaron autonomía, el Guasón apareció siempre que soplaron vientos apocalípticos. Y “Star Wars” también: cada época ha interpretado el mito de George Lucas según su consideración.

Uno de los primeros “tanques” de Hollywood, contó en sus inicios un enemigo muy parecido al totalitarismo nazi: el Imperio. Villano perfecto para aquellos 80 que empezaban a despolitizarse: al menos en ese momento todos estaban de acuerdo en que el nazismo es malo, y por lo tanto a nadie ofendía su lugar en la historia galáctica. Al calor de aquellos días de consumo y reconversión hollywoodense hacia el “blockbuster” familiar y masivo, la primera trilogía terminó convertida en entretenimiento familiar y masivo, con venta de peluches incluida.

La segunda trilogía fue otro cantar, sin embargo: George Lucas intentó tejer alegorías políticas y advertencias en los albores de nuevas guerras y un panorama geopolítico convulso. Y luego vino Disney, con un mensaje “progre” que ahora la Casa del Ratón ha decidido abandonar ante la falta de éxito y el cambio de vientos políticos. Este pantallazo abarca 13 películas y más de una docena de series, a los que se añaden documentales, videojuegos, cómics y libros para completar la historia: fácilmente se podría estudiar los últimos 50 años de la cultura a través de las distintas interpretaciones del mito galáctico.

En ese ecosistema, apareció en 2022 una rareza, una serie que aparentemente escapaba a lo que demandaba su época: “Andor” se estrenó sin que nadie pidiera una serie de un personaje poco memorable, surgido de una película derivada de la saga principal. ¿Quién quería una “Star Wars” cargada de realismo sobre las miserias de la guerra y la política? ¿Quién quería una “Star Wars” moralmente ambigua encabezada por el director de la saga Bourne?

Fue un éxito, una entrada refrescante en un universo estanco que, por ocurrir al margen, sin expectativas, pudo desatarse del férreo control corporativo y de las mil tramas a respetar en las que navega (casi náufraga) la saga hoy. Una serie con sello personal, que, además de ofrecer una versión más madura y realista del mito, se adelantó a su tiempo: “Andor”, que estrena mañana en Disney+ su segunda temporada (es el final, y termina de atar los cabos entre la serie y “Star Wars: Una nueva esperanza”, la primera de todas las películas), parece representar este tiempo que se ha quedado sin certezas, sumido en el caos.

Un mundo atroz

Ese es nuestro mundo, y también el que habita Andor, el personaje encarnado por Diego Luna que ya en la primera escena de la primera temporada mataba a un tipo sin piedad. Nada de “él disparó primero”: lejos del romanticismo aventurero de la primera trilogía de películas, esta galaxia muy muy lejana es un mundo atroz, aplastado por la opresión, donde se sobrevive como se puede. La rebelión no es un asunto bonito: está hecha de masacres y del sacrificio de los inocentes.

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Sin quererlo, Andor se convierte en líder de esa rebelión: un héroe reticente cuya convicción política y moral flaquea, se dobla, amenaza todo el tiempo con quebrarse. En esta segunda temporada, Andor parece todo el tiempo a punto de abandonar su misión: lo rodea la sangre, problemas de adicción, la corrupción y la traición; el amor se le escurre entre los dedos, las derrotas empiezan a pesarle. “¿Ganará alguna vez la rebelión contra la tiranía?”, se pregunta, mientras el Imperio planta infiltrados en el movimiento rebelde para generar levantamientos que reprime, masacrando a un planeta entero para extraerle los recursos (metáfora poco velada de Tony Gilroy de los extractivismos actuales en tiempo de fake news).

La segunda temporada es en ese sentido, ante todo, una de espías: donde la primera temporada exploraba varios géneros (desde el policial al escape carcelario), esta segunda parte, un thriller de espionaje, retrata sobre todo el complejo entramado de engaños y traiciones que dan forma a los acontecimientos políticos e históricos.

Gilroy conduce las intrigas con su hábil mano y personalidad, aunque no siempre tiene el control: la serie necesita entretejer este final de “Andor” con la primera película estrenada de la saga (Andor es parte del equipo que consigue los planos de la Estrella de la Muerte, clave para el heroico vuelo de Luke Skywalker que derrota al Imperio en “Una nueva esperanza”), y allí es donde Gilroy cede el control de su obra. La serie va introduciendo a lo largo de los episodios numerosas menciones y subtramas para realizar esa conexión, y el episodio final es, de hecho, más un trámite que una narración: hay que colocar todas las piezas en su lugar de cara al inicio de “Rogue One”.

No importa tanto. Si la historia de “Andor” es la historia de la chispa que prende la llama de la rebelión en la galaxia de “Star Wars”, la serie sigue siendo la chispa de una llama que, ojalá, encienda la saga galáctica: la “rebelión” de Gilroy a su estructura industrial, como la de Andor, es riesgosa, difícil, sucia, no siempre satisfactoria, pero es en ese riesgo donde la saga recobra la vitalidad perdida. Si la chispa no enciende la llama, si la franquicia continúa, en cambio, por su camino sanitizado, controlado, corporativo, corre riesgo de perder su lugar central como uno de los grandes mitos de la cultura popular moderna.