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Nicolás Isasi
Historia del Arte, incomunicación y ópera son los tres ejes que aborda la obra “Tres finales”, estrenada el miércoles pasado en el Teatro Argentino. Escrita, interpretada y dirigida por Rafael Spregelburd, el exquisito texto contempla las vicisitudes de la historia del arte pictórico y sus fronteras actuales, la desconexión de un mundo globalizado en el que todos hablan al mismo tiempo en diversas lenguas sin entender qué es lo que dicen y la puesta en escena de una ópera por un grupo de modestos actores que no dan pie con bola.
Al igual que en “Apátrida, doscientos años y unos meses”, Spregelburd propone una obra profunda y arriesgada para un público exigente. Largas discusiones existencialistas, problemas de índole académico, fusión de expresiones artísticas y un humor particular, lleno de ironías como supo imponer “Les luthiers” a lo largo de las décadas.
Tres mesas, dos velas, dos tés y dos personas en un bar. Arriba, una cámara cenital oficia de testigo de todo lo que sucede en su mesa. “Estamos en Francia”, aclara el profesor titular de la cátedra siendo que no hay ningún marco referencial. La obra comienza con el debate sobre “Ecce Mono” de Cecilia Giménez, una octogenaria española que intentó restaurar una pintura religiosa que desaparecía en su capilla. Su pasión la llevó a realizar una obra donde el personaje en vez de parecer homo (hombre, humano) parece un mono, y el profesor titular de la cátedra considera que “no se puede aceptar este error como voluntad artística”. En esa larga charla de café, se pone en crisis no solo el arte pictórico, sino también el rol de las instituciones académicas, la formación de los profesores, la falta de estudio de los alumnos y tantas otras cosas que suceden en la vida cotidiana.
Entre las tazas, el programa de la materia y fotocopias de las obras mencionadas, todo es proyectado en la pantalla del fondo, en vivo y en directo. Para enfatizar el debate, aparece una alumna extranjera que trae a colación la pintura, planteada como eje principal en su trabajo de tesis. Su irrupción tiene el objetivo de pedir una devolución por haberse sacado un 2, ante la mirada de su padre. Él, de origen portugués, intenta explicar su situación y toma un diario de la mesa de al lado (en él que se podía leer EL DIA, un detalle local de este estreno) con un mapa en blanco y negro de la península ibérica pegado por encima. El profesor justifica su accionar diciendo que de las 300 páginas, 299 no sirven para nada, y acto seguido, el padre se la lleva gritando para que se ponga a trabajar.
Las risas aisladas provenían del fondo de la platea que se encontraba repleta. El espacio para la presentación de la obra es el TACEC (Teatro Argentino Centro de Experimentación y Creación), inspirado en el CETC (Centro de Experimentación del Teatro Colón). Uno de los tantos lugares del Argentino que quedó con los materiales a la vista, entre vigas, barandas y concreto, elementos que sirven de escenario complementario mediante un juego de sombras. Habiendo hecho esta aclaración, le recomiendo lleve abrigo.
La siguiente escena transcurre en una conferencia donde conviven alrededor de diez extranjeros, entre franceses, alemanes, italianos o paraguayos. Mientras tanto, uno de estos personajes intenta comunicarse con alguien por teléfono porque perdió la llave de su casa y no puede entrar. Todos hablan al mismo tiempo, pero nadie entiende nada. Una de las traductoras canta una canción de estilo árabe junto a una violinista como transición entre la segunda parte y la tercera.
En la pantalla del fondo se lee “los mástiles son árboles que desaparecen en el horizonte” y al correr la pantalla, se revela un grupo de músicos que venía tocando desde el comienzo. Las acciones y el vestuario nos transportan al pasado, en la realización de un ensayo operístico. El director junto a los cantantes/actores intenta lograr algo artístico, pese a lo modesto (por no decir pésimo) de sus actuaciones (exageradas a propósito por Spregelburd, director real de la obra). “Hagamos la pausa del almuerzo” termina diciendo el director, y vuelven a recrear la misma escena, hecha y deshecha una y otra vez. Lo más grandioso de este episodio tiene que ver con el subtitulado. Absolutamente necesario y cómplice de la audiencia, otorga importancia como si se tratara de un personaje más.
El nivel actoral supera al musical. La mirada y las marcas del director son precisas, atendiendo a cada uno de los detalles. El final, el tercero de los finales, es abrupto, misterioso. A pesar del apagón, la gente no se atrevía a aplaudir, sin embargo la obra había terminado. La ovación es unánime. El estreno, un gran logro para nuestro teatro.
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