
sindulfo rios
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“Fueron quince días de pesadilla en los que no bajaba de 40 grados de fiebre y apenas si tenía fuerzas para levantarme de la cama”, asegura Sindulfo Ríos al relatar lo que le tocó vivir al contagiarse dengue en Paraguay.
Albañil y padre de cuatro hijos, Sindulfo, que vive con su familia en Los Hornos, viajó de urgencia a Ciudad del Este a principios de diciembre de 2015 para asistir a su madre que había sido internada por pulmonía en un hospital. El lugar se encontraba atestado de pacientes con dengue hemorrágico. Uno de ellos compartía habitación con su madre sin ningún tipo de recaudo. Cree que fue allí, mientras la cuidada, que se infectó.
“Dos días antes de que mi mamá falleciera empecé a tener una fiebre altísima. Se me resecaba la boca y a pesar de que hacía mucho calor no paraba de tiritar. Pero además tenía el estómago revuelto todo el tiempo. Cuando fui al centro de salud para ver qué me pasaba, me dijeron que me había agarrado dengue común”, cuenta.
Aunque acostumbrado a soportar largas jornadas de trabajo físico, Sindulfo, que antes de su enfermedad pesaba 117 kilos, comenzó a sentir un cansancio que no había experimentado en su vida. Convaleciente en la casa de su familia, se pasó dos semanas tendido en una cama delirando de fiebre. “Estaba todo el tiempo acostado transpirando y comiendo poco y nada porque todo me caía mal –dice-. Me levantaba nada más que para ir al baño y ducharme hasta siete u ocho veces por día porque apenas me secaba ya estaba otra vez bañado en transpiración”.
Cuando sobre final de diciembre le dieron el alta y pudo viajar de vuelta a La Plata, pesaba cerca de quince kilos menos y no parecía él: había perdido toda su vitalidad. “Llegué a casa ese fin de año y lo único que quería era dormir. A la una de la mañana ya me acostaba sin probar nada. Recién veinte días después de dejar de tener fiebre empecé a sentirme un poco mejor”, asegura.
A diferencia de sus hermanas, que viven en Paraguay y se contagiaron dengue poco antes que él, Sindulfo no sufrió dolores musculares ni sarpullido, pero le quedó una fuerte secuela de su enfermedad: el temor: “por mis hijos –explica-: me compré un rociador y me la paso echando creolina por la casa. Hoy si siento que hay algún mosquito dando vueltas no me puedo dormir”
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