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En el marco de dos meses, cuatro películas que exploran el nado se estrenaron en la pantalla. Tres de ellas, con mirada femenina, exploran el escenario alejadas de la mirada idílica y segura
Pedro Garay
pgaray@eldia.com
Sumergirse al agua es tantas veces dejar de doler: los ruidos del mundo se atemperan, el peso de la gravedad se relativiza, y flotamos, etéreos, uterinos, en ese primigenio elemento de la vida. Es un regreso a casa.
El cine siempre ha estado fascinado por el agua. A menudo, cayendo en la postal. En la imagen de un mar atravesado por un atardecer. Cuando las cámaras pudieron sumergirse bajo el agua, esas postales se multiplicaron. Pero filmar la sensación del agua siguió siendo elusivo: difícil replicar cómo un cuerpo se siente al dejar de pesar, al ser abrazado por el agua.
En una ventana de dos meses, una serie de películas se estrenaron que volvieron a filmar el agua, atravesadas todas por la temática deportiva. Tres de ellas con una mirada femenina que entabla un diálogo con esta histórica visión, idílica, de postal, del vital elemento: la cuarta, “42 segundos”, estrenada en Amazon Prime Video, una historia deportiva clásica, donde el agua casi no es tematizada, simplemente es un espacio más del ejercicio de la masculinidad, un medio más para la expresión conquistadora del heroísmo deportivo tradicional.
Pero casi en simultáneo a la historia que narra la derrota del waterpolo de España en los Juegos Olímpicos del 92, con Manel Estiarte, quizás el mejor jugador de todos los tiempos, como protagonista, se estrenaba en el Festival de Mar del Plata una película que sí ponía al cuerpo y al agua en el centro de la tensión: atrapada en esa maquinaria deportiva exitista que reclama heroísmo hasta la autoflagelación, en “Tinnitus”, película del brasileño Gregorio Graziosi, Marina busca llegar a los Juegos Olímpicos en el salto sincronizado, pero un repentino ataque de tinnitus -un zumbido insoportable en los oídos- la distancia del deporte, hasta que decide volver a costa de su propio cuerpo. Literalmente: Graziosi propone una inmersión sangrienta en el “body horror” a medida que su atleta muestra cómo el alto rendimiento no es salud, y cómo los discursos heroicos ejercen presiones que pueden terminar en explosiones.
Las coincidencias así funcionan: el mismo día que en Mar del Plata se estrenaba “Tinnitus”, llegaba a la plataforma de Prime Video “La caída”, última película de Lucía Puenzo, que también gira en torno a los clavados. Ambas componen un díptico que es la contracara de “42 segundos”: donde para los varones el agua es un espacio seguro para ejercer su masculinidad, y el deporte un lugar de heroísmo sin cuestionamientos, para las mujeres protagonistas de estas películas las aguas son espacios turbulentos, de tensiones con sus cuerpos y su bienestar.
“La caída” es una historia biográfica que aborda el abuso sexual en la alta competencia en natación: el peligro que acecha en las aguas y en el deporte es ahora las relaciones de poder desiguales entre entrenadores y jóvenes aspirantes. La promesa de éxito vulnera el cuerpo de otra forma.
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La directora argentina retoma lo que pasó en 2004 en la antesala de los Juegos Olímpicos de Grecia, cuando una mujer denunció que su hija había sido abusada por su entrenador de natación. Puenzo parte de los aspectos más anecdóticos de la historia para indagar en el andamiaje menos visible pero más decisivo de un abuso: la trama de complicidades, silencios, mentiras, hipocresía y vulnerabilidad que hace posible profanar un cuerpo o una subjetividad y que el delito no salga nunca de los andariveles del secreto.
El film, rodado en México, cuenta esta historia a través del contrapunto entre Mariel, la estrella del clavadismo (Karla Souza) y Nadia, una chica de 14 años que podría convertirse en su sucesora, pero que fuera del agua toma la delantera poniendo en escena su caso de abuso y haciendo emerger lentamente el de que ha sufrido muchos años atrás su experimentada compañera. En ambos casos, con el mismo perpetrador: el entrenador, Braulio. La complicidad con la que cuenta refleja al mundo, el sistema que ha sometido a las mujeres a destratos, omisiones y situaciones a veces degradantes. El agua ya no es un remanso. Ya no es un refugio.
Lo mismo llegan a pensar las hermanas Mardini, nadadoras que en la vida real cruzaron de Siria a Europa en un gomón decadente y tuvieron que nadar buena parte del camino para no morir en el intento de escapar de la guerra. Las Mardini tienen su biopic en Netflix, “Las nadadoras”, otra historia deportiva en torno al agua estrenada en los últimos meses.
El agua es en “Las nadadoras”, al principio, sinónimo de hogar: en su carrera de atletas que buscan llegar a los Juegos Olímpicos, las Mardini son entrenadas por el padre, en un mundo de marcas, records y certezas que parece transcurrir al margen de la convulsionada situación de Siria. Hasta que un día esos dos mundos colisionan cuando una bomba cae literalmente dentro de la pileta donde compite Yusra, la más prometedora de las dos hermanas. La familia Mardini escucha la metáfora que ofrece el destino: es hora del éxodo.
Las hermanas dejan así lo familiar y se encuentran con otras aguas, aguas turbulentas, sin muros protectores alrededor, que no se dejan capturar por cronómetros: las aguas del mar que cruzan en gomón para escapar de la guerra, las aguas que casi las matan, como las matará todo en ese mundo alejado de lo familiar que tienen que atravesar para llegar a la libertad.
Pero el agua será finalmente refugio para las refugiadas: el agua atemparada, civilizada, de las piletas de Europa será el camino que encuentre Yusra para establecerse en su nueva vida, y alcanzar, finalmente, los Juegos Olímpicos. Con producción del propio Comité Olímpico Internacional, el relato deportivo (moderno, occidental) se impone: como en “42 segundos”, el agua es finalmente aliado para la gesta deportiva tradicional, para la historia inspiracional.
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