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Peor que la agresión de los violentos resultó la falta de solidaridad y el código salvaje de los que mañana o pasado también serán víctimas
La suspensión del Superclásico tras los gravísimos incidentes en la Bombonera da mucha tela para cortar
Por MARTIN MENDINUETA
OPINION
No hubo muertos. ¡Menos mal! Tampoco lesiones graves ni cuadros traumáticos que hayan modificado para siempre la vida de los agredidos. Sin embargo, esta vez, al menos así se percibe, buena parte del tejido social se asqueó. No fue la sangre derramada la que provocó el grito de hartazgo colectivo. Las cosas pasan sin que el hombre pueda mensurar sus alcances en la gestación. Peor que el gas pimienta o mostaza o como se llame, resultó la hipócrita careta de los que creen estar limpios de culpa y cargo. Y no lo están.
El fútbol argentino, un placebo que los políticos recetan a mansalva sabiendo el modo en que nos apasiona, ha tenido, a lo largo de su historia, muertes por zonceras, tragedias apañadas por la negligencia organizativa, asesinatos planeados con frialdad profesional, emboscadas feroces, arrebatos de mentes primitivas y varias especificaciones más del rubro policial. Por eso, lo de la sustancia química no es, al menos para quien escribe estas líneas, el foco de esta radiografía extremadamente cruel.
La génesis de lo que nos pasa como sociedad quedó al desnudo después del ataque cobarde perpetrado cuando estaba por comenzar el segundo tiempo de Boca-River. Con el tóxico actuando sobre la piel y la vista de varios jugadores “Millonarios” empezó lo peor.
“Mienten”. Pensaron algunos. “Exageran la nota, están mariconeando porque tienen miedo de perder”. Gritaron los que creían haber descubierto la coartada del huésped. Rodolfo Arruabarrena, ex jugador y actual conductor del plantel de Boca, se puso como loco cuando advirtió la presencia del presidente de River en el campo, pero no se lo vio alterado ni indignado con su público por haber generado el brutal episodio.
La receta de vida es simple. Ganar, eso tenemos que hacer. A cualquier precio. Y si no ganamos; al menos dar la imagen de que somos ganadores. Nunca perdedores. Los giles pierden. Los vivos ganan siempre. Así tenemos que ser. Ir para adelante, decididos, resueltos e insensibles; el mundo es de los que no dudan en conquistarlo sin mirar jamás hacia los costados.
¿Qué cosa tan grave hizo el arquero boquense? ¿Dónde estuvo el pecado en haberles pedido a sus compañeros que levantaran los brazos para saludar a esos socios que se vanagloriaban de impedir que los visitantes pudieran abandonar el campo de juego? Fue un gesto. Una actitud. Un rasgo distintivo condenatorio. Una postura deleznable ante lo ocurrido. Fue un “no me importa nada lo que hicieron ni lo que hacen, los saludamos como siempre, no queremos que se ofendan, los valoramos, todo lo que hacemos en la cancha es para ustedes”.
No era momento ni lugar. ¿Cómo se hubiera sentido si le tocaba estar en el lugar de su colega Barovero?
Hace un par de décadas que la Argentina empezó a caminar torcida. No tiene que ver con el precio del dólar ni con las retenciones, ni con los fondos buitres, ni con las ideologías liberales o de izquierda.
Tiene que ver con la degradación paulatina, pero constante de esos valores que nuestros padres (tengo casi 49 años) nos inculcaron con la premisa de que no eran negociables. ¿Acaso suena moralista? Si a Agustín Orión no le importó “el qué dirán”, a mi tampoco me hará daño una crítica.
Vislumbro que a la estructura del estado le demandará décadas salir de esta zanja maloliente, aunque también advierto que el camino es y será la educación y los ejemplos. No digamos más nada sobre la violencia en el fútbol, actuemos. No hablemos de solidaridad, miremos al que está al lado.
Los buenos ejemplos quintuplican la fuerza y el poder de los mejores discursos. Nada importó lo que dijeron Angelici y Arruabarrena en la conferencia de prensa del día posterior. Sólo recordemos qué hicieron en medio del caos.
Algún día la Argentina volverá a caminar erguida y por una línea recta. No esperemos tanto de los que mandan, de los que ocupan los cargos más seductores y mejor remunerados, el cambio tiene que darse en nosotros. ¿Los plateístas de Boca que tantas cosas les tiraron a los jugadores de River habrán recibido una felicitación o una reprobación de sus hijos? Si ocurrió la última opción, ya habremos empezado a enderezarnos.
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