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El negocio del derroche y de la corrupción

Sergio R. Palacios (*)

21 de Julio de 2018 | 03:52
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Todos corren desesperados de despacho en despacho, una reunión tras otra, mails y todo tipo de intercambio con el objetivo de bajar el déficit fiscal. Un lápiz bien afilado, sin corazón, guiado por los agudos ojos del dueño de la mano que lo empuñe sabrá que tachar en el presupuesto anual. Pero si alguien muy aburrido en el poder me pidiera consejo, recomendaría comenzar a pensar que antes de dejar de gastar en algo que realmente se hace, dejen de hacerlo en cosas inexistentes. No hay nada en materia de recursos –públicos y privados- que se escape al “derroche”. Sí; el problema argentino es la pasión pública y privada por la práctica del derroche. ¿Qué es derrochar? Usar un recurso con destino a no satisfacer ninguna necesitad.

Un tiro al aire, un balde de agua potable a la vereda, luces encendidas durante el día, aparatos eléctricos prendidos cuando nadie los utiliza; computadoras prendidas sin nadie frente a ellas; motores encendidos con autos parados; compras de bienes que no se utilizan o en cantidad no calculada debidamente; compra y uso de tecnologías que consumen más recursos que otras (impresoras sin doble faz); salarios o jubilaciones de gente que no existe; destinar fondos a pagar gente que hable mal de unos o hable bien de otros; maquinarias de operaciones en redes sociales, etc.

En una presentación reciente, frente a la perpleja mirada de quienes me escuchaban dije que la Argentina era uno de los países más estables que podían existir. Antes de ser tildado de loco, aclare que como país tenemos desde hace décadas los mismos problemas: corrupción, pobreza, improvisación, inflación. Hoy a esa estabilidad vamos sumando otros: inseguridad, violencia, anomia. Para nosotros ser inestables seria terminar con todo eso. Pero para lograrlo hay que declararles la guerra a esos trágicos problemas.

Cambiar resulta inocuo como discurso. Solo se cambia cuando las acciones lo demuestran.

¿Cómo vamos a reducir el déficit fiscal, si el sistema político no invierte sino en construcción de sus hegemonías desde hace décadas? ¿Por qué razón se piensa que no hay ni habrá “reforma política”? ¿Por qué se cree que la vida de todos –ricos y pobres- está bancarizada, pero los ingresos de la actividad política, como aportes de campaña, no?

La razón es una sola y es la raíz del resto de los problemas: la democracia se construye con dinero para ejercer control.

La democracia en los partidos y fuera de ellos es expulsiva y no participativa. Una lapicera tiene el poder destructivo sobre la democracia como una bomba en un territorio.

No hay ideología más que para la construcción de eslogan. Pero a la hora de enfrentar las cosas, el silencio y la parálisis reinan. Es por eso que la política actual tiene una sola condición que imponer para “ser parte”: mantenerse mudo y sonreír en la foto.

Cuando cambia la gerencia del Estado cambia el GPS que señala la dirección de los locales a los que los pobres deben ir a aplaudir. Pero esto no es gratis. La bronca y frustración social crece porque todo tiene límites. La explotación que se hace de los pobres permitiéndoles comer pescado pero impidiendo que aprendan a pescar; y también de aquellos que aprecian la calidad institucional porque hay pan en la mesa, pero se sienten cansados y decepcionados al ver que todo se reduce a discursos que luego ven chocar de frente contra los hechos.

Jamás bajará la pobreza estructural si antes no hay reforma política que lo cambie todo. Sin eso la hegemonía, el derroche y la corrupción seguirán siendo la base de este subdesarrollo que parece eterno.

Si alguien se anima a ver los niveles de gasto en relación al PBI que tienen economías como las de Canadá, Alemania, o Suiza, entre muchas más, quedaría pasmado por sus niveles elevados (más que el nuestro). Pero hay algo en esos países que los diferencian del nuestro: sistemas políticos de plena democracia; la ausencia de la práctica pública y privada del derroche, y sistemas de transparencia reales, no construido en base a una industria de slogans.

 

 

“Una lapicera tiene el poder destructivo sobre la democracia, como una bomba en un territorio”
 

 

(*) Abogado, prof. de Economía Política, UNLP.

 

 

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