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Por ALEJANDRO CASTAÑEDA
“La Coca” y Armando Bó, el gran amor de su vida, y su otra mitad en la pantalla grande
ALEJANDRO CASTAÑEDA
Por ALEJANDRO CASTAÑEDA
Fue musa y mucho más de un Armando Bó que le regaló personaje, fama y amor. Ellos con sus treinta películas y su amor aportaron una visión criolla de Pigmalion. Su cine prometía desde el título darle batalla al puritanismo: “Furia infernal”, “Carne”, “Fiebre”, “Fuego”, “Sabaleros”, “Embrujada” e “Insaciable”. Sus lanzamientos tenían como ejercicio preliminar unas largas disputas de censura. Fue una obra básica, repetida, con personajes pintados con trazo grueso, que vale más por su aire desafiante que por sus escasos logros. Pero que al final fue valorizado como ejemplo de un cine ingenuo que en aquellos años iba de lo camp a lo grotesco, sin temer a las exageraciones ni a la cursilería.
En pantalla, Isabel fue más víctima que mujer fatal, una dama bien plantada, voluptuosa y algo ingenua, que parecía no tomar conciencia de lo que tenía ni de lo que despertaba, la pionera de un erotismo criollo que trataba de abrirse camino en un cine nacional tironeado entre estrellas de comedias ingenuas y heroínas problemáticas. Isabel le dio vuelo al instinto. Tuvo seguidores en toda América y desde sus desnudeces mostró sin querer los peores perfiles de una hombría que en sus películas se consumía entre excesos, cachetazos y babas.
Fue la actriz nacional que más se bañó en la pantalla de nuestro cine Roca, cuando la sala de la calle 1 apostaba al jadeo en continuado (ver aparte). Sus filmes dejan ver una mujer fatal, de estampa imponente, que no precisaba ni bisturí ni siliconas. Como actriz, era limitada, pero su silueta hacia innecesario cualquier argumento. Ella era una presencia que estaba más allá de los personajes. No actuaba. Armando no la necesitaba para eso. Con bikini o tapados de piel, como burrerita o mujer de intendente, Isabel estaba allí, invitando al pecado y la zozobra. Sus heroínas casi siempre vivían una pasión en entredicho que dejaba a su alrededor más penurias que goce. No necesitaba estar enterada del mundo, sus criaturas permanecían en ese limbo de desamparo y lujuria que crecía a pura lencería. Y en aquel tiempo, donde todo era pecaminoso, la Sarli desafiaba costumbres y censores desde su rol de mujer anhelada, pecaminosa, acosada y sufridora.
Y algo más. Lejos del set, fue una señora tímida y enamorada, una mujer de su casa que sólo deseaba estar junto a ese hombre que amaba. Fueron amantes oficiales, porque Armando jamás dejó a su familia y jamás la dejó a ella. Después, cuando Armando se fue, Isabel hizo su duelo entre recuerdos y silencios. Sin reclamar el buen lugar que se había ganado. Sin querer recuperar fama ni carteleras. Como si ese amor fuera tan grande que con su ausencia le bastaba.
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