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Federico Panizza es sombrerero. José Luis Álvarez hace zapatos a medida. Entre sus clientes hay famosos y venden sus trabajos a otros países, pero nada los mueve de los talleres que montaron en sus propias casas, en la Ciudad
Panizza: “Hago un sombrero por día; podría hacer dos, pero me gusta más el tiempo libre que el dinero” / R. Acosta
Alejandra Castillo
acastillo@eldia.com
No se conocen en persona ni están en el mismo rubro, pero las historias de vida de Federico Panizza y José Luis Alejandro Álvarez son parecidas. Sus personalidades y modo de entender lo que hacen, también. Los dos son platenses (ni una chance de moverlos de aquí) y podría decirse que artesanos, aunque sus creaciones fusionan el arte con el oficio, en piezas únicas e irrepetibles.
Federico tiene 40 años y hace unos sombreros increíbles, tanto, que el mismísimo Charly García lució uno de los suyos cuando celebró en los escenarios su cumpleaños número 70. José Luis, de 56, confecciona zapatos para clientes muy particulares, entre los que se destaca Roberto Piazza, a quien le hizo unas botinetas con 24 libélulas de cristal replicando el diseño de un saco.
Tanto Federico como José Luis trabajan solos en talleres que montaron en los fondos de sus casas y admiten estar encantados con una independencia que los deja ser dueños de algo que toman muy en serio: su tiempo. Aprendieron por su cuenta, no dan clases y tampoco saben si tendrán sucesores en un mercado que casi no les ofrece competencia en Argentina. Estas son sus historias.
Después de terminar el secundario, Panizza arrancó la carrera de Cine en la facultad de Bellas Artes de la UNLP, hasta que los sacudones que siguieron a la crisis de 2001 paralizaron las clases durante seis meses y decidió seguir estudiando con Eliseo Subiela, en CABA. Sin embargo, convivía con él desde siempre una pasión que no terminaba de reconocer del todo, pero que le impedía pensar en otra cosa apenas veía un objeto de aquel deseo: los sombreros.
“De adolescente ya me fascinaban. Había un sombrero en una película o en un videoclip, y yo ya no podía pensar en otra cosa que no fuera ‘lo quiero’, tipo obsesión”, cuenta Federico, mientras ceba mate en el taller estilo loft que armó en el fondo de su casa de barrio Hipódromo, donde sus creaciones están por donde se mire: paredes, estantes, fotos. Él usa un sombrero de color gris, con una pluma.
¿Cómo mutó su deseo en oficio? No fue fácil, sobre todo porque ya en la década del ‘80 casi ni existían sombrereros que hicieran las piezas a pedido y a medida. “En Ensenada había una fábrica de sombreros muy importante que todavía subsiste porque tiene un convenio con una fuerza de seguridad”, cuenta Federico, quien en sus comienzos visitó ese lugar con la excusa de hacer un documental, pero sin más objetivo que investigar cómo se hacían los sombreros. “Y me di cuenta de que no estaba tan errado”, aclara. Por aquel entonces sólo los hacía para él mismo, entre otras cosas porque “no tenía la posibilidad de poder cubrir la demanda de todos los tipos de sombreros que existen”. “Ahora sí”, reconoce, porque, no importa el modelo que le pidan, él está seguro de que lo puede resolver “en una semana y, al mismo tiempo, estar haciendo sombreros para otras 30 personas”, a un ritmo de una pieza por día.
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Adjudica esa capacidad a la técnica que supo adquirir a fuerza de prueba y error y también a la posibilidad que le ofreció lo que él llama “el cosmos cibernético”, perfectamente al tanto (algoritmo mediante) de su interés por comprar hormas en un mercado sin oferta, ni demanda. “Un día entré a Facebook y lo primero que me apareció por el sistema de ventas (de esa red social) fue una foto llena de hormas de sombreros. Quedé perplejo, agarré el teléfono y le dije al flaco ‘no sé cómo, pero todo esto te lo voy a comprar yo”, recuerda. El posteo era de un joven de Lanús que vendía el desguace de una importante sombrerería familiar, seguro sin imaginar que para Panizza esas hormas de 1930 eran un “tesoro invaluable”, al que pudo acceder vendiendo un auto.
Cuando la conseguí, dije, ‘no me para nadie’”. Y así fue.
Federico vende sus productos también en el extranjero, aunque su emprendimiento, “Panizza Hats” comienza y termina en él: “Hago absolutamente todo, no sólo el sombrero; contesto el teléfono, los mensajes, saco las fotos, muestro mi trabajo a través de las redes, embalo y voy al correo a despachar los productos”, detalla. “Lo que encontré en la sombrerería, que por ahí no me daba el cine, es ser dueño de mis tiempos y, sobre todo, trabajar solo; no dependo ni me tengo que poner de acuerdo con nadie”.
Después de vivir diez años en CABA e incursionar en distintos ámbitos de la industria audiovisual, se instaló definitivamente en La Plata para dedicarse a lo que lo define y pasar más tiempo con su familia: “Si me preguntan si quiero ser un director de cine importantísimo o un sombrerero, no lo dudo”.
Hijo de padres médicos, la única pieza familiar que conecta a Federico con lo artesanal o la confección de indumentaria es su abuela materna, a la que llama “la Nona”, quien trabajó en una curtiembre y le legó la máquina Singer que ella trajo en un barco desde Italia en 1958 y él todavía usa en su taller. Le quedó pendiente, sí, la receta de la lasagna. Por eso mismo está convencido de que, de un modo u otro, le transmitirá todo lo que sabe a su hijo: “Si es necesario, le dejaré videos”, imagina. Por ahora, es un nene de 6 años al que le gusta jugar con hacer sombreros y tiene una pared asignada para los suyos.
Algo parecido al encargue que le hizo a Panizza el manager de una banda de música “bastante conocida”, quien le compró “800 sombreros para colgar en una pared”, como si fueran libros o ladrillos a la vista. Ése, dice, fue el pedido más exótico que tuvo hasta el momento, aunque le han hecho muchos otros, junto con revelaciones parecidas a las que haría cualquiera en una sesión de psicoanálisis: “La gente me cuenta lo que le pasa para que yo entienda lo que quieren generar con el sombrero”, asegura. Entre sus clientes hay muchos personajes famosos, además de Charly García.
También hace trabajos para Joaquín Levinton, de Turf y Catherine Fulop, entre otros. Asegura no tener un perfil de clientes: “Hay de todas las edades y géneros” y, cada vez más, de lugares que nunca imaginó que lo contactarían, como Japón.
Federico tiene ganas, oficio y talento, aunque la realidad argentina demanda también de ingenio para sortear obstáculos que parecen increíbles. Es que ciertos materiales que utiliza son importados de Bolivia o de Grecia y, desde 2019, la Aduana se volvió un problema. “Pero te acomodás”, refiere, y recuerda que, de pura bronca, en aquel momento decidió armar sombreros con trapo de piso. El único material que no utiliza es cuero: “No porque sea vegetariano o vegano; es que quiero que mi trabajo no tenga que ver con el maltrato o la muerte de un animal”.
Por otro lado, Federico recorre ferias americanas y tiendas de ropa usada en busca de telas que no se ven en el mercado, sobre todo corbatas de seda, que le aportan a sus sombreros detalles que los vuelven irrepetibles. “Me jacto de que no hay dos Paniza Hats iguales”, apunta; sumado a que toda la pieza es “totalmente artesanal. No interviene ninguna máquina en planchar el ala, o en darle forma a la copa. Todo se va modelando manualmente”. Cada pieza vale entre 35 mil y 60 mil pesos: “No hay sombrererías que hagan un trabajo tan personalizado. Te venden lo que quieren”, cierra.
José Luis Alejandro Álvarez convive con su esposa, los cinco hijos de una familia ensamblada (tiene otra hija de 18 años) y dos perritos, pero en el fondo de su casa de Villa Elvira es el rey en un taller donde hay olor a cuero, pegamento y tela, entre muchos colores y algo de brillo. No pasan inadvertidas las zapatillas blancas tipo bota que usa: las hizo él, por supuesto. El mismo destino tendrá el pedazo de cuero con pelo que moldea mientras charla con EL DIA.
“Yo no soy zapatero”, aclara desde el arranque, “soy artista, creador o hacedor, porque hago todos los oficios que implica hacer un calzado: desde dibujarlo en el papel hasta elegir los materiales, hacer la moldería, cortar el cuero, coserlo, armarlo y terminarlo, además de vender y ocuparme de las redes sociales”. No hay intermediarios en este emprendimiento que se llama Mister Mooh y comenzó hace 15 años a partir de una necesidad personal de Álvarez, quien por entonces trabajaba como encargado en una tienda de ropa, bailaba y daba clases de salsa y animaba fiestas privadas. “Quería que mis calzados fueran diferentes y exclusivos”, cuenta, pero en esa búsqueda se topó con más decepciones que sorpresas. Y eso que entendía como estafas, despertó su curiosidad por saber cómo se hacía un zapato.
“Empecé a investigar, a mirar videos y a meterme en este mundo que me apasionó”, sin sospechar que terminaría convirtiéndolo en su oficio y modo de vida. Tomó algunos cursos, aunque todos llegaban hasta un límite que José Luis se ocupaba de superar, sin detenerse “a pensar o a esperar a alguien que me diera algo para que yo pudiera aprender”. Es que, dice, “hay como 4 o 5 oficios diferentes dentro del proceso del calzado”.
Al método de prueba y error le sumó la curiosidad del que sabe escuchar en los sitios adecuados, como las curtiembres o marroquinerías a las que iba a comprar materiales e intercambiar experiencias con otros que hacían productos similares.
En su familia no hay otros artesanos, aunque su padre era carpintero y él se considera “muy dúctil con las manos: este taller lo hice yo; puedo hacer electricidad, soldadura, construcción”.
Lo que destaca al trabajo de José Luis es que diseña cada calzado a medida del cliente, a partir de fotos de referencia que le envían o encargues específicos. Los llama proyectos. Como el de aquel cliente que le mandó dos cabezas de Medusa de la marca Versace para sumárselas a un zapato y otra persona que vio el calzado terminado en redes sociales le pidió uno similar. Lo resolvió haciendo el molde con una impresora 3D y el aplique en resina, sumando una pintura especial y fuego de un mechero, para darle el efecto cromado.
Álvarez trabaja, básicamente, con cuero, sintéticos y tela, pero no se resiste a sumar cualquier material que se rinda al servicio de un diseño, como tules, cristales, o piedras, entre muchos otros.
Su primer zapato lo hizo con un pedazo de tela de reptil charol violeta que vio hace muchos años en el barrio de Once. “Lo vi, me encantó y lo compré”, recuerda, sin saber que pronto aprendería a hacer calzados y ése sería el destino de aquel retazo. Lo cosió con la vieja máquina Singer de su madre, tras moldearlo en una horma que él mismo hizo, primero con yeso y después con resina, y aún conserva.
Sigue yendo a CABA para comprar los insumos, sobre todo a Boedo y, en su caso, se las arregla para reemplazar ciertos materiales importados con alternativas nacionales.
Si hablamos de clientes, trabaja casi exclusivamente para hombres y no toma pedidos de personas que quieran pasar desapercibidas: “Que vayan a un negocio. A quienes consumen mis diseños les gusta lo llamativo o exclusivo y saben que nadie más va a tener algo igual”.
Se siente capaz de hacer un par de zapatos en menos de 24 horas, porque prioriza la optimización de su tiempo, entre otras cosas, eligiendo materiales que simplifiquen el proceso. “El tiempo es oro”, repite.
Les hizo zapatos a muchos personajes de la farándula, como Flavio Mendoza y Matías Alé, y lo han invitado a mudarse a España y a Miami, pero nada lo mueve de La Plata y de su paraíso privado, en Villa Elvira: “Mi familia está acá y no me voy a ningún lado, ni siquiera a CABA; sobre todo ahora, que sé que puedo trabajar desde el teléfono”, concluye, mientras muestra un video que lo exhibe de impecable saco rojo, moño y zapatos de un charol con pretensiones de espejo.
Panizza: “Hago un sombrero por día; podría hacer dos, pero me gusta más el tiempo libre que el dinero” / R. Acosta
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