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Escapar del hambre y la miseria, el objetivo que mueve a miles hacia las fronteras

Caminan cientos de kilómetros para intentar ingresar en Colombia, Ecuador, Perú o Brasil. El dolor de dejarlo todo

Escapar del hambre y la miseria, el objetivo que mueve a miles hacia las fronteras

cualquier medio de transporte vale para escaparle al hambre en venezuela / AFP

2 de Septiembre de 2018 | 03:44
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Huyendo de la peor crisis económica de la historia reciente del país petrolero, miles de venezolanos recorren cientos de kilómetros hacia Colombia, Ecuador, Perú, Brasil y Chile, durmiendo a la intemperie, llevando sólo la ropa necesaria.

Con su esposo y su niña de tres años, Génesis, abogada de 27 años, piensa cruzar pronto la frontera con Colombia, donde le prometieron emplearla como camarera en un bar.

“Ya no tenía ni para comprarle el uniforme de la escuela a la niña. Todo el mundo afuera me repetía: ‘Hay que irse’”, asegura.

Buscar refugio

De ser asistente en un quirófano de El Tigre, en Venezuela, a dormir en las calles de la ciudad brasileña de Boa Vista. La ilusión de María de una vida mejor en el país vecino ha demostrado ser nada más que eso: una ilusión. “Vinimos para buscar refugio, no para ser indigentes en la calle”, se lamenta esta mujer de 42 años y cabello platinado, recostada junto a su marido Carlos en una hamaca paraguaya colgada entre dos árboles de una avenida poco transitada cerca del centro de la ciudad, capital del estado de Roraima, a 200 km de la frontera.

Hace tres meses, la pareja cruzó la frontera y caminó cinco días para llegar a Boa Vista, con la intención de buscar trabajo para enviar dinero a su familia en Venezuela. Hasta ahora, no lograron ninguna ubicación en los refugios para inmigrantes y no pudieron reunir un céntimo. En Venezuela “trabajábamos, pero el salario de 15 días nos alcanzaba para comer uno o dos días. Pasamos hambre. Yo me iba a trabajar sin haber comido por tres días, llegaba al quirófano muerta de hambre, estaba flaquísima”, cuenta la mujer. Ahora ha ganado algunos kilos con el plato diario de arroz con porotos que les entrega la iglesia, a la vuelta de la esquina donde acampan. Carlos se quiebra al admitir que en alguna ocasión han tenido que salir a buscar comida en la basura.

Sueño de madre

Mariangela Ascaño tiene 21 años, está embarazada y ha resistido un largo y duro viaje para huir del gobierno “perverso” en Venezuela, pero lo que parece ser una hemorragia le avisa del riesgo de perder a su bebé en gestación. “Ojala nazca”, dice. “Ojalá sea mujer”.

Hace veinte días dejó Maracay, en el estado de Aragua, en el centro de Venezuela, junto a dos primos. Se cansó de que en el país en el que nació “no se encuentre nada”: ni alimentos ni medicamentos. “Nosotros éramos gorditos y ya estamos flaquitos”, dice mientras se maquilla en la parte de atrás de un camión que la acerca al municipio de Ipiales, en la frontera entre Colombia y Ecuador. Se aplica un rouge rosa claro y se peina sus cejas oscuras. No ha perdido la coquetería.

El semestre pasado pesaba 75 kilos, el día que abandonó Venezuela la balanza contó 15 kilos menos. A veces el jean desgastado se le cae y deja entrever una piel que alguna vez fue dorada y ahora, por el frío de las montañas colombianas, se ha tornado blanca.

Desde hace un mes sabe que puede ser mamá por segunda vez, pero su estado no fue un impedimento para recorrer los 2.400 km que separan a Maracay de Quito, con la esperanza de que sea su nuevo hogar. “Hay que tomar riesgos, porque quedarse en Venezuela es morirse prácticamente”, afirma. En manos de sus padres y su esposo Orlando Rafael, albañil, dejó a Jhoangel, su bebé de dos años, a quien durante un tiempo alimentó con la comida que le daban por estudiar para ser policía.

“El hambre, o yo”

En un barrio pobre, sin agua, luz, ni servicios básicos, cientos de venezolanos sobreviven como pueden en la ciudad colombiana de Barranquilla, a orillas del mar Caribe, en un antiguo lote baldío donde cultivan su única obsesión: superar el hambre.

“En Venezuela era el hambre, o yo, no había comida, mi hija de once años dejó de ir al colegio porque no tenía el alimento”, explica Neivis Yohana (40), oriunda de Maracay, en el estado Aragua.

Ella, como los cerca de 650 venezolanos que se han convertido en sus vecinos, viven en el barrio Villa Robledo, en plena Avenida Circunvalar, la que conduce al Estadio Metropolitano en el que la selección colombiana de fútbol juega sus partidos.

Hasta hace unos meses, Villa Robledo era apenas un lote baldío y descampado que daba miedo, un lugar ideal para robos y agresiones. Hoy, hay más de un centenar de casas levantadas por los propios venezolanos con restos de otras construcciones, latas y maderas que ellos mismos recogen en los alrededores y de los árboles caídos. “Mi sueño es tener mi casa, sea acá o en Venezuela”, explica la mujer. Pero su sueño, también está con su familia que sigue en Venezuela: “Cuando hay posibilidad le envío ayuda a la familia, para ellos soy el ingreso principal porque mis padres están mayores”.

Mientras busca cómo ayudarles, lo que le desvela es como sobrevivir en Villa Robledo, en el que sólo los más afortunados consiguen agua o luz al conectarse a los surtidores de forma irregular. Tener un baño es un sueño lejano.

La líder comunal

En medio de las necesidades que hay en el barrio colombiano de Villa Robledo, Carmen Barrios (47) se ha convertido en una suerte de líder comunal. Nacida en Barranquilla fue una más entre los millones de colombianos que emigraron a Venezuela en busca de un mejor vivir. En su caso se fue a Maracaibo con 15 años y se ha visto obligada a regresar a sus 47 para volver empezar de cero. Tiene una ventaja sobre sus nuevos vecinos, una identificación al día, ya que para los venezolanos conseguir hoy un pasaporte es una quimera.

“Yo era secretaria ejecutiva del banco de sangre del Hospital Materno Infantil de Maracaibo, el Cuatricentenario, pero renuncié, me vine (a Barranquilla) porque lo que me pagaban mensualmente no me alcanzaba ni para pagar el micro para ir a trabajar”, comenta.

Para Carmen, la vida en Venezuela se había transformado “en un infierno”, por lo que sus tres hijos y su nieto de cuatro años se fueron con ella. “Nosotros éramos una familia de clase media y un poquito más y nos convertimos en pobres, pobres y repobres”, dice con el dolor de quien ha dejado toda una vida atrás. Ahora vive en un barrio de invasión, sin servicios, trabaja limpiando en una discoteca, pero asegura que prefiere “mil veces” eso a la situación que vivía en Venezuela. “Por lo menos aquí conseguimos comida en la tienda, aquí trabajas un día y comes. Allá con lo que trabajabas un mes no te alcanzaba para comer un día”, explica Carmen.

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