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¿Qué sentiría Julio Alegre hoy?

¿Qué sentiría Julio Alegre hoy?

La vista desde los palcos superiores de la calle 57. En uno irá la comitiva visitante / Gonzalo Mainoldi

GERMÁN ALEGRE (*)

9 de Noviembre de 2019 | 04:48
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Muchas veces en estas últimas semanas me sorprendí a mi mismo entreviendo la sonrisa de satisfacción de mi viejo. Esa sonrisa mezcla de alegría y deber cumplido que él sacaba a relucir en momentos especiales. Cierro los ojos y la recupero otra vez: los ojos chispeantes, el pelo un poco revuelto, los hoyitos en los cachetes. La imagino inmensa, quizás solo comparable con la que le vi al nacer cada uno de sus cuatro nietos.

Todo lo que pueda decir aquí será desde el lugar más subjetivo que se puedan imaginar. El de un hijo orgulloso de haber tenido el padre que tuvo y que lo extraña.

En el fútbol, y en la vida, él era un hombre con visión. Allá por el 2001 mientras el país se hundía en un abismo y casi nadie podía pensar en otra cosa, él vio que las regulaciones que empezaban a asomar en el horizonte FIFA harían que en unos años más nuestra casa de 1 y 57 quedara atrasada. Ya no se podría, por ejemplo, disputar copas internacionales en estadios con tablones de madera. Su amigo/hermano Guillermo Cicchetti era por entonces el Presidente y mi papá uno de sus vice. Ni cerca estábamos de soñar con volver a las copas. Sin embargo ellos se convencieron de que la construcción del Estadio debía ser prioridad. El dirigente está obligado a pensar en grande.

Al poco tiempo ya era al revés, mi papá el Presidente y Guillermo uno de los vice. Mi viejo pensaba que el mejor espejo para mirarnos era el de los clubes europeos, que nos mostraban que un estadio podía ser mucho más que el escenario donde disputar los partidos de primera división. Podía ser un espacio utilizable de lunes a lunes con otras actividades deportivas, culturales, sociales, comerciales o recreativas. En los años siguientes el recorrido por decenas de estadios a lo largo del mundo como responsable de la Selección Nacional Argentina le ratificaría esa visión y le aportaría nuevas ideas.

En reuniones en mi casa que solían durar hasta la madrugada se referían irónicamente a mi viejo como Leonardo (en alusión a Leonardo Da Vinci), gastándolo por la mala costumbre que tenía -en su afán de aportar ideas- de meter la mano y el lápiz encima de los bocetos del arquitecto Lombardi.

A esa visión clara y a los primeros pasos que se dieron con entusiasmo les siguió el duro choque contra una realidad difícil de entender. Una negativa cerrada, expresada desde lo más alto del poder, a que Estudiantes pudiera tener un nuevo estadio.

Hoy se ve diferente. Lo que en aquél tiempo tomábamos como una oposición inexplicable a nuestros legítimos planes, resultó ser en realidad una prueba. Lo que mi viejo comenzó a entender en aquel momento era que si y sólo si dábamos esa pelea, mereceríamos tener nuestro estadio.

Asomaban tiempos difíciles. La batalla era desigual.

Era preciso resistir. No doblegarse. Mantener el espíritu original. Cuántas veces bajo el pretexto de negociar quisieron imponernos una cancha con tablones de cemento que -según decía mi papá- no se podía admitir porque hubiera nacido vieja. Él estaba convencido de que aquello era inaceptable. No todos a su alrededor lo estaban.

Habría espinas en el camino: mentiras, intimidaciones y presiones de toda índole. Pero tampoco les resultaría tan fácil.

Al abrigo de la resistencia ante la injusticia, empezó a tomar forma un fenómeno completamente novedoso que trascendió el mundo de lo deportivo: una movilización inaudita de socios y simpatizantes de un club que en su calidad de ciudadanos, ejercían su derecho de peticionar a las autoridades y de reclamar por aquello que consideraban legítimo. Esa página marcaría un hito no sólo en la historia de nuestro Club sino también en la de la Ciudad: un ejemplo de expresión ciudadana democrática.

Los argentinos aprendimos con dolor que el lugar de la memoria es un lugar de importancia.

El lugar de la memoria no está en los altares del poder. La memoria se cultiva, late y se multiplica fundamentalmente en el testimonio de hombres y mujeres que estuvieron ahí. Los que fueron testigos y protagonistas. Los que la vivieron. Los que iban a las marchas con el Sí al estadio en el pecho. Los que sacrificaron su comodidad y la de su familia y se bancaron años de peregrinar a Quilmes por sostener una bandera.

Lo que mi viejo sentiría hoy sería, antes que cualquier otra cosa, un infinito agradecimiento hacia cada uno de esos hombres y mujeres. Él sentía que ellos eran los verdaderos constructores de este estadio. Ni diez comisiones directivas, ni veinte estudios de arquitectos, ni un ejército de albañiles, ni montañas de dinero hubieran bastado para construir lo que ellos construyeron.

En la sonrisa de mi viejo veo su gratitud hacia ellos. Ellos son los custodios de nuestra tradición, los que mantienen viva la memoria y la transmiten a los que vienen después; para que la historia de nuestra identidad se siga contando.

Qué lindo cuando volvamos a ver fútbol en el nuevo-viejo estadio de 1 y 57, y podamos sentir en el pecho que ese estadio no está (sólo) hecho de hormigón, butacas y luces LED. Sino que está hecho también de materiales mucho más perdurables. De consciencia. De valores. De lucha. De identidad. De valentía.

 

(*) Hijo del ex presidente albirrojo

 

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En el edificio de calle 1 hay todo tipo de murales estilo medieval

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