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El escenario trágico estuvo montado ahora en La Plata. La Ciudad se enteró que en la madrugada de ayer fue asesinado un adolescente de 15 años de edad a la salida de una fiesta en la sede de un club ubicado en Villa Elisa, sobre el camino Belgrano. De los primeros datos obtenidos pudo saberse que la víctima fue ultimada de un balazo por un grupo de chicos, cuando fue a reclamar una gorra que le habrían sustraído al parecer a un amigo en el desarrollo de la fiesta. Como se sabe, los agresores se dieron a la fuga.
Más allá de estas referencias propias del caso particular, resultan trascendentes aquellos datos que dejan traslucir la insólita violencia difusa que acompaña, casi como una constante, a fiestas nocturnas en boliches y clubes, que se suceden en la mayoría de los distritos y las que, en demasiadas ocasiones, se desencadenan episodios de inaudita violencia.
Agresiones crueles entre los participantes, ataques de patotas a los patovicas o, viceversa, de los custodios a los concurrentes a esos locales, han pasado a convertirse en episodios frecuentes que dejan, muchas veces, saldos demasiado dolorosos.
En principio surgiría como obvio que son los propietarios de los boliches, los directivos de los clubes o los organizadores de las fiestas –cuando éstas no fueran, como bien se sabe, clandestinas y a las que sólo corresponde erradicar- los que primero debieran hacer es hacerse cargo de sus responsabilidades.
Esa responsabilidad primordial pasaría por la de impedir la venta de alcohol a menores y, al mismo tiempo, garantizar la seguridad del local que regentean y con centenares de chicos y jóvenes. Sin embargo, lo primero que suele saberse es que esos locales se encuentran desbordados en su capacidad, con centenares o miles de chicos que suelen consumir presuntamente elevadas dosis de alcohol y otras sustancias adictivas.
Es seguro, también, que la falta de capacitación explica la improvisación e irresponsabilidad de algunos de los propietarios de esos establecimientos, cuando por caso reclutan a los denominados patovicas, privilegiando el tamaño físico, la aptitud para la lucha y los costos relativos de la paga, por sobre las condiciones intelectuales, psíquicas, morales y de formación específica en materia de seguridad, tal como se señaló literalmente en proyectos legislativos que buscaban reglamentar el desempeño de estos custodios.
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No se trata de cuestionar una actividad lícita, autorizada y reglada por los poderes públicos, como es la de los boliches, clubes y otros lugares propios para desarrollar fiestas y otros tipos de encuentros, pero sí de controlar en forma exhaustiva que en ellos se cumplan los requisitos que ordenan su funcionamiento.
Está claro que, más allá de aludir a la mayor o menor capacidad de los empresarios para organizar estas fiestas y la de los propios padres para inculcar en los jóvenes valores y principios educativos que los pongan a mayor resguardo frente a los llamados “peligros de la noche”, siempre será la del Estado la responsabilidad principal, consistente en este caso en prevenir en forma legal –pero enérgica, de modo que resulte ejemplificativa- y en impedir que se reiteren muestras de irracionalidad, que nada tienen que ver con el objetivo de recreación de los jóvenes.
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