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ALEJANDRO DI LÁZZARO
ALEJANDRO DI LÁZZARO
Cuando leí en el portal de EL DIA que “la París” cerraba de manera definitiva se me hizo un nudo en la garganta. Me pasó lo mismo que al exigente crítico de cocina en la película animada Ratatouille, cuando saborea el plato elaborado por el roedor: un torbellino lo lleva a su más preciada infancia. Y ahí fui a parar cuando vi el fin de la emblemática Confitería París.
Aparecí en una de las mesas del salón vidriado con mi triple de miga en un cuadro que completaban mi hermana Laura y mis padres, Meneca e Italo. Para los pequeños como nosotros en aquel tiempo al que me llevó el recuerdo, el programón de ir al cine a ver alguna película recién estrenada no estaba completo si no terminaba, o empezaba, en la París. Mi mamá era (y es) fanática de los sándwiches de miga, legado que me dejó con un arraigo que no admite discusión.
Ocurre que el ambiente que se vive –se vivía, en rigor, pero me cuesta hablar en pasado- en esa esquina de 7 y 49 era maravilloso. Los aromas a panadería deben ser de los más agradables que existen, transmiten cercanía, espíritu de familia, como si per se dieran calor humano. Otro es el del café recién molido y recién servido. Esa mistura está cercana al éxtasis.
El salón de la París, como la voy a llamar porque así está instalada en el argot y la idiosincrasia platense, no era una confitería sombría y simplona, todo lo contrario, tenía aires de espacio para high class. Pituca es la palabra. Por eso, aquellas tardes a la hora del té solía verse a la flor y nata de la ciudad con sus galas departir y saludarse con gestos distinguidos.
Lo cierto es que la fama se la ganó a fuerza de calidad: las medialunas eran las mejores del mundo. No me quiero quedar corto… las de manteca con ese almíbar producían alucinaciones y también largas filas de gente que esperaba para llevárselas en bandejas. En el salón los mozos volaban con los platos rebosantes y los domingos por la mañana no daban abasto con los pedidos de los clientes que esperaban en las mesas.
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Es que medio siglo en el devenir de una ciudad de casi 140 años parece poco, pero es mucho. Y pasaron infinidad de cosas, de las buenas y de las malas. Una buena fue cuando con mi hija Isabella salimos con gorra, bandera y vincha a celebrar la obtención de la Copa Libertadores de Estudiantes… camino a 7 y 50, epicentro de las celebraciones en esta urbe, paramos en la París para que ella se tomara un jugo de naranja con un tostado, un combo que la chica no negocia ni bajo promesa de mejores planes. Ese día seguimos viaje hasta la noche tarde, felices, y el recuerdo también se asocia a la querida confitería.
Más allá del estilo pretencioso que ostentaba, el lugar era variopinto. En la París me pasaba una de las cosas que más satisfacción me dan: llegar y que el mozo suelte en voz alta desde media distancia la frase “¿lo de siempre?”, más como retórica que a la espera de una respuesta. Y darle el okey con un leve golpe de cabeza. Y ahí llegaba el americano cortado con una medialuna de manteca y las dos minifacturas de cortesía. Te sentías en tu casa.
El amor por las bombitas de sambayón recubiertas de caramelo, los sacramentos, las tartas dulces, los pañuelitos de dulce de leche y otras ambrosías son, para un sibarita como es mi caso (para no decir gordito glotón), distintivas. Y se ve que se lo transmití a mi hija y a mis sobrinas Magdalena y Eugenia. Mi hermana también hizo lo suyo, debo decir. Por eso no es difícil de recordar la última vez que estuvimos todos juntos: fue hace un par de meses, antes de partir de vacaciones a la Costa. Submarinos, jugos de naranja, cafés, todo bien acompañado por las masas, los panificados, los tostados de jamón y queso… y el inmejorable clima festivo que vivíamos previo a la vacación y que celebramos en ese rincón tan asociado a nuestras alegrías.
Antes de la cuarentena solía pasar buenos ratos los sábados y los domingos por la mañana mientras el diario, un libro o tan solo me perdía a mirar el mar de gente que circulaba por la vereda desde una de las vidrieras. Me gustaba estar ahí. Tenía el don de calmarme ese lugar. Será quizás porque me acercaba a mis viejos, a las épocas de una niñez hermosa, compartida, sin preocupaciones y con muchas alegrías. Es que eso es lo que se pierde cuando pasan estas cosas, además de una fuente de trabajo para muchos, además una unidad productiva, además de un símbolo de la ciudad. El golpe duele más porque el corazón te lleva a otros tiempos en los que la felicidad era cosa de todos los días.
Yo sé que en el medio de una pandemia peligrosa y angustiante decir que la noticia del cierre de una confitería produce dolor puede sonar frívolo. Es cierto y pido perdón por eso. Pasa que no es que cierra la París así, a secas, es que se cierra una etapa, se hunden un sinfín de historias alegres y tristes, de amores y despechos, de tiempo ganado, de felicidad con aroma a café y a pan, de sensaciones. Esas sensaciones que forman parte de la vida de la gente. Así de simple. Y por eso hoy se cae una lágrima.
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