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El síndrome del “pato rengo”

El síndrome del “pato rengo”

Héctor Rubini

2 de Noviembre de 2021 | 03:01
Edición impresa

eleconomista.com.ar

Según la mayoría de las encuestas de opinión, el oficialismo no podría revertir el próximo 14 de noviembre la derrota electoral de las PASO de septiembre. ¿Habrá en ese caso algún cambio de política económica? ¿Implicará nuevos cambios de funcionarios y, en ese caso, serían los últimos?

Un Gobierno con mayoría propia en una cámara del Congreso no tiene campo totalmente libre para imponer sus iniciativas, pero abre el campo fértil para un período de unos dos años oscilando entre la negociación y algunas decisiones de su preferencia. Propios y extraños se toman sus tiempos, y puede haber márgenes de maniobra para cambios de política, a veces costosos y conflictivos pero factibles.

Ahora bien, un Poder Ejecutivo sin control de ambas cámaras, con alta conflictividad y baja credibilidad, queda con mucho menos margen de maniobra y de negociación. Si hasta los más inocuos planes de estabilización, o reformas fiscales y regulatorias necesarios para mejorar el futuro de largo plazo, implican redistribuciones conflictivas en el corto plazo, es claro que una administración derrotada en las urnas por segunda vez en 60 días, difícilmente las podrá implementar y sostener por al menos dos años.

Requerirá el apoyo de representantes de los votantes que se niegan a dar su apoyo al que lo requiere. En breve: una crisis de representación probablemente en sus inicios, y que puede agravarse si la situación económica de la mayoría de los ciudadanos no mejora.

La implicancia práctica es inmediata: si había canales de diálogo con opositores, los mismos se pueden debilitar e incluso desaparecer, y por razones bastante atendibles. Por el lado el oficialismo, persiste la idea de no admitir errores y responder en todo caso “redoblando apuestas”: esto es, volver a estrategias lejos de mejorar el desempeño de la economía y la aprobación de la mayoría de los votantes. Y a su vez, una eventual derrota en noviembre complicaría el rol del Ejecutivo como jugador dominante. En esa etapa a partir del 15 de noviembre, reaccionar “redoblando apuestas” (generalmente antilibremercado) sería otro error: recrearía condiciones para un escenario de crisis económica y posterior derrota del oficialismo en las elecciones presidenciales de 2023.

Intuitivamente esto debería incentivar al Ejecutivo a un giro hacia políticas más cooperativas con los sectores a los que percibe como enemigos. Pero si prevalece la expectativa de que igualmente será derrotado en 2023, no tendría incentivo a cambiar. Si no lo hace, ¿cómo sostener las políticas en curso y sus responsables en sus cargos?

Esto obliga a oficialismo al diálogo, a discutir constructivamente sobre escenarios futuros factible, y crear incentivos para actuar en el presente de todos los días. No es casual que el FMI le exija una “hoja de ruta” hacia algún lado a la actual administración. Es lo mínimo para acordar una reestructuración de los vencimientos cuyos pagos (o impagos) están cada vez más cerca.

Ayudaría bastante “crear” la expectativa de un futuro factible para generar incentivos para acciones y decisiones desde el presente. Pero sin propuestas creíbles y aceptables para quienes rechazan al oficialismo, el Gobierno difícilmente logre evitar la identificación de una derrota del 14 de noviembre con el fin de su ciclo, que en realidad termina el 9 de diciembre de 2023. Pasaría a padecer el conocido “síndrome del pato rengo”: dos años de poder formal, pero de poder real efímero y debilitado.

Si un agente se sabe “pato rengo”, pierde capacidad de maniobra y de negociación, pero además suele tener menos preferencia por incentivar a otros a lograr acuerdos cooperativos. Si los demás sectores y opositores también lo entienden así, verán un “pato rengo” más proclive a engañar y a amenazar que a negociar, y tendrán menos incentivos a creerle al “pato rengo” y a negociar con él. Esto es: si los opositores, perciben que al “pato rengo” le llega su fin y lograrán sucederlo, tampoco tendrán incentivos a interactuar con él. El resultado posterior es más conflictividad, e inestabilidad. Y también más complicaciones ¿para el sucesor del “pato rengo”?

Bajo una dura derrota resultado electoral en noviembre no tendría sentido para el Gobierno cerrar un acuerdo con el FMI, sobre todo si el núcleo de las decisiones duras la tomaría otra administración posterior. Pero implicaría un default con el organismo y quizás una eventual crisis cambiaria y/o bancaria: en ese caso, los costos políticos y eventualmente judiciales recaerían sobre la administración actual. ¿Acordar vs. no acordar? acordar el año próximo o después? ¿Es factible, tiene sentido desde la perspectiva política del oficialismo?

después del 14

En los últimos días han circulado insinuaciones y acercamientos que podrían llevar a partir del 15 de noviembre a alguna suerte de “amplia coalición” para enfrentar dos años que asoman complicados. Sin embargo, para imaginar tal cosa es necesario al menos dilucidar qué respuesta se puede dar a estos interrogantes.

De lo contrario, no habrá más que meras distracciones mediáticas para perder (no ganar) tiempo, y dejar todo igual hasta que los desequilibrios en curso precipiten un escenario de crisis innecesario y cuyos costos recaerán sobre el oficialismo, no sobre la oposición. Algo que debiera evitarse aun con una oposición que no está estrictamente unida en un frente único, y un oficialismo que puede encaminarse hacia una potencial fragmentación conflictiva de final incierto.

Ciertamente una victoria opositora es una buena noticia para frenar de mínima el sesgo discrecional de la actual administración. Pero también es cierto que restaría incentivos para acuerdos sectoriales generales o formación de una coalición o acuerdo cooperativo entre oficialismo y opositores a efectos de evitar una nueva crisis.

La política puede aportar soluciones constructivas para evitar un nocivo debilitamiento institucional y de la credibilidad en la actual administración. Sin embargo, el problema de fragmentación y conflictividad que asoma en el propio oficialismo emerge como la contracara de un “síndrome de pato rengo” que podría ser más visible y complejo que lo esperado hasta hace pocas semanas atrás.

 

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