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No se puede poner en duda que la población se encuentra jaqueada por una ola delictiva cada día más violenta y que de poco sirven, en ese contexto, algunas declaraciones de tipo voluntarista, según las cuales el delito ha disminuido y, tal como se ha llegado a decir, en porcentajes muy altos. La sola realidad descalifica esas expresiones. Pero tal como se ha expresado ya tantas veces, eso no autoriza a los civiles a armarse y a practicar actos de “justicia” por mano propia.
Lo preocupante es que este fenómeno está ocurriendo con frecuencia y que, asimismo, cuenta con el respaldo de sectores que parecieran ir creciendo. Afortunadamente, la mayoría de la sociedad no se ha plegado a una tendencia que ha sido y es común en algunos países, en donde la seguridad de la población pareciera haber quedado delegada en grupos convertidos en literales “escuadrones de la muerte”. Se está muy lejos, aún, de esa alternativa, pero no debe dejar de observarse el crecimiento de casos en los que un delincuente intenta ser linchado por quienes los detienen en la vía pública.
El problema no es de ahora, sino que se remonta a varios años y se puede, acaso, explicar a través del hecho que el Estado ha ido dejando de cumplir en plenitud funciones esenciales en materia de seguridad, de modo que el poder público perdió parte de un protagonismo que debiera ser excluyente.
Se ha dicho ya muchas veces que la falta de presencia policial en las calles es una de las omisiones más sensibles. Así, a la larga lista de asaltos en sus diversas modalidades callejeras, en casas o comercios, se va oponiendo la acción directa de no pocas víctimas y testigos que reaccionan ante el delito y deciden aplicar la sanción en forma instantánea.
No puede permitirse que la gente deje de creer en una rápida respuesta policial y en la acción ulterior de la justicia. En realidad, de lo que se habla poco es de las leyes procesales que han sido votadas en las últimas décadas y que, supuestamente encaminadas a la mejor defensa de los derechos humanos, por errores en la interpretación e instrumentación, ataron las manos de la Policía y de la administración de Justicia.
Se sabe que, en la actualidad y desde hace tiempo, las víctimas de los delitos suelen pasar más tiempo declarando en las comisarías que los delincuentes que las asaltaron. Por lo cual muchas personas desisten de hacer las denuncias.
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Es verdad que al estado de desamparo que sufren muchos vecindarios se suma, asimismo, el sentimiento generalizado de que la impunidad será, finalmente, el destino que le espera a algunos malvivientes detenidos, a los que suele aguardarlos una lista de beneficios procesales, que empiezan por la “puerta giratoria” y siguen con un frondoso catálogo de beneficios penitenciarios, que van desde el uso discrecional de reducciones de condena hasta otorgamientos de salidas transitorias a detenidos que salen y delinquen a los pocos días.
En la vida cotidiana esto se traduce, si se quiere inevitablemente, en tiroteos, asaltos con revólveres o pistolas y, también, en delincuentes abatidos por vecinos o efectivos policiales que no están en funciones en esos momentos. Esa anomia no puede continuar.
Se trata, en definitiva, de defender el pleno imperio de la Constitución y de contar con leyes equilibradas, sensatas y eficaces. Asimismo, tanto la Policía como la administración de Justicia deben contar con recursos y apoyos suficientes, para hacer valer su imperio sobre el de gente que quiere vivir en el delito o sobre la otra que, erróneamente y sin contar con incumbencia, quiere combatirlo a tiro limpio.
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