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Muchas de las personas que viven en el este sienten que son castigadas a diario por no haber abandonado su hogar
archivo
Nadezhda Sereda tiene la impresión de haber sido “castigada” por permanecer durante la ocupación rusa en su pueblo del este de Ucrania, ahora bajo control de las fuerzas de Kiev.
Esta trabajadora jubilada y su docena de vecinos no tienen electricidad ni agua corriente en sus casas, con fachadas agrietadas por el fuego de artillería desde el paso de los soldados rusos a través de las defensas ucranianas en mayo del año pasado para apoderarse de Stariy Karavan.
La reconquista, tres meses más tarde, de esta pequeña localidad y de un conjunto de otras en la región creó aún más problemas.
“Nuestros dirigentes empezaron a dividirnos entre los que permanecimos bajo la ocupación, a los que no consideran como seres humanos, y los que se fueron y que, supuestamente, aman realmente a Ucrania”, dice exasperada.
Esta mujer salió a la calle para saludar a los médicos voluntarios que atravesaron un pontón y una carretera rota antes de llegar a su casa en las afueras del pueblo.
“Son ángeles”, afirma entusiasmada frente a este equipo financiado con fondos privados. “Son los únicos que vienen”, destaca.
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Los habitantes de Stariy Karavan todavía carecen de gas para cocinar y dependen de la radio y de un servicio de telefonía móvil muy limitado para obtener información.
“Cuando llegaron los rusos, no es como si hubiéramos cometido una traición o les hubiésemos hablado de nada”, subraya Valentina Shumakova, vecina de Sereda. “Simplemente nos quedamos tranquilos en casa”, relata.
Las preocupaciones de Sereda son el reflejo de fracturas sociales más amplias en las regiones pobres donde reina el peligro, como Stariy Karavan y Brusivka, un poco más lejos.
Estas localidades, perdidas en zonas boscosas, están separadas del resto del territorio ucraniano -bajo control gubernamental- por un río sinuoso sobre el que los puentes quedaron destruidos por la guerra.
En el otro extremo del bosque, fuerzas rusas se reagrupan e intentan avanzar. Otras brigadas enemigas, más al norte, se dirigen hacia Kupiansk, en la región de Járkov.
El resurgimiento de la amenaza rusa es una de las razones por las que Mijailo Dobrishman, médico voluntario, lleva su clínica móvil a estos lugares aislados.
Su grupo de voluntarios, Base UA, ya organizó evacuaciones en ciertos lugares en el frente. “Pero muy pocas personas quieran irse”, lamenta este hombre de 33 años.
“Al contrario, cada vez más gente regresa”, afirma.
El aislamiento de Stariy Karavan y la creciente amenaza de Rusia pueden explicar por qué son tan limitados los recursos ucranianos que llegan a Sereda y a sus vecinos.
Dobrishman se esfuerza por ser comprensivo y no se opone a la negativa de los habitantes, ya mayores, de abandonar su casa y su huerto. Pero no es paciente con las familias jóvenes con niños. “Son los casos más críticos”, destaca.
“Cuando vemos niños, volvemos varias veces para convencer a las familias de partir. Intentamos conseguir ayuda de la policía”, continúa. “Estos niños son nuestro futuro”, subraya.
Sereda se enfurece ante la idea de que alguien pueda pensar que está espiando para los rusos. “Nuestra administración nos desprecia. Cada uno tiene sus propias razones para quedarse. Solo quiero ser tratada como un ser humano. ¿Es mucho pedir?”, prosigue.
Pero la cólera de esta mujer de 66 años parece poco compartida.
Mikola Brus, que vive en condiciones similares, adora a Ucrania y a sus soldados. Su pueblo de Brusivka lleva el nombre de su familia y sus raíces son tan sólidas como las de Sereda.
“Los soldados nos ayudan todo el tiempo”, asegura este hombre de 69 años respecto a los pequeños grupos de militares desplegados fuera de la vista en los campos.
“Se turnan para cuidarme. Se aseguran de que siga vivo”, afirma sin ironía. Incluso le cuesta recordar la última visita de un miembro de la administración civil a esas regiones.
Pero “tenemos soldados”, continúa, “y vienen en cualquier momento del día. Me traen borsch [sopa ucraniana] y me ayudan en todos los ámbitos”, resume. (AFP)
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