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La Ciudad |En tiempos difíciles

Ella pedía en la calle, él era adicto y juntos escribieron una historia distinta

Carolina Segovia y Pablo Martínez se conocieron bailando en un corso del barrio El Retiro. Tres décadas después, con cinco hijos, dos nietos y un comedor comunitario que alimenta a 150 personas en Olmos, preparan su casamiento por iglesia y siguen soñando en grande

Ella pedía en la calle, él era adicto y juntos escribieron una historia distinta

Pablo y Carolina. En su casa de Olmos, donde montaron el comedor

Alejandra Castillo

Alejandra Castillo
acastillo@eldia.com

28 de Diciembre de 2025 | 02:26
Edición impresa

Dos chicos de 15 años se conocieron en un baile de carnaval que organizaba el centro de fomento del barrio El Centinela. Se gustaron, se contaron sus historias y “empezamos a apoyarnos mutuamente”, cuenta él. No es una frase hecha, es casi una definición de vida. Tres décadas después de aquel encuentro, Carolina Segovia y Pablo Martínez tienen hoy 46 años, cinco hijos, dos nietos, son responsables de un comedor comunitario y de una historia que parece escrita a fuerza de insistir.

INFANCIAS DIFÍCILES, ENCUENTROS NECESARIOS

Pablo atravesaba por una situación familiar difícil. Uno de sus cuatro hermanos, de 5 años, había perdido las piernas por una púrpura fulminante y él era un adolescente queriendo huir de una escena de la que, además, se sentía corrido. “Mis papás estaban enfocados en mi hermano -recuerda-; yo agarré la calle y me volví adicto. Carolina me conoció en una situación complicada”.

Ella también cargaba con una mochila pesada. Nació en Claypole, en una familia numerosa. Su mamá vino a La Plata a buscar trabajo y ella, con sus seis hermanitos, quedó al cuidado de la abuela después de que les usurparon la casa. Desde los 11 años salió a pedir. Era la mayor, la que encabezaba la fila. “Nunca robé, jamás. Siempre trabajé”, subraya. Su papá, que tenía esquizofrenia, hoy vive con ella.

Iba a la escuela cuando podía y pedía en casas del centro de La Plata. Así, tocando timbres, encontró algo parecido a un refugio: una familia de músicos reconocidos que le ofrecieron ayuda, confianza y también trabajo. “Gracias a ellos soy lo que soy; no fueron patrones, fueron como padres para mí”. Empezó barriendo la vereda y durante años limpió la casa del matrimonio y de una hija, hasta que quedó embarazada. Tenía 16.

“Antes no se hablaba tanto de cómo cuidarse”, aclara Carolina. Promediaba la década del ‘90 y faltaban todavía diez años para que se implementara en Argentina la Ley de Educación Sexual Integral (ESI), que si bien no frenó los embarazos adolescentes, ayudó a encarar la temática de un modo distinto.

Cuando se lo contó a Pablo, fue directa al plantearle dos únicas opciones: “Elegís a tu hijo y tu familia o seguís con esto”. Cuando hablaba de “esto” aludía a las adicciones y él, que ya había dejado la escuela Agraria para trabajar de lo que hubiera, no lo dudó. Su papá también fue al hueso diciéndole “hacete cargo y arreglate”, algo que, con el diario del lunes, Pablo reivindica: “Muchos lo critican, pero a mí me ayudó a asumir responsabilidades”.

Cuando empezaron a convivir se instalaron en el barrio El Retiro, hasta que se inundó y perdieron lo poco que tenían. Entonces se mudaron a un terreno lindero a la casa familiar de Pablo, que su padre utilizaba para entrenar a chicos del fútbol infantil. Podrían haber montado una casilla, pero prefirieron levantar una casita de material; un “tres por cinco con un bañito”, detallan. Después de todo, Pablo era ayudante de albañil. Durante casi dos años vivieron en una carpa de lona, con un colchón, una mesita y una cocina improvisada en el patio. Aunque las familias insistían para que se mudaran con ellos hasta que terminaran de construir, no aceptaron. “No queríamos molestar a nadie. Estábamos convencidos de que íbamos a poder”.

Salían todos los días a trabajar con el nene a cuestas. Vendieron ropa usada, plantas, flores, sandías que compraban en la avenida 44. “¿Qué no vendimos nosotros?”, recuerdan y se ríen. Sin embargo, sentían que faltaba algo para terminar de formalizar esa familia que estaban construyendo. El problema era que en ese momento la mayoría de edad se alcanzaba recién a los 21, por lo cual necesitaban un permiso familiar para casarse y no todos estaban de acuerdo. En esa situación, Pablo tampoco podía reconocer a su hijo.

Entonces fueron a hablar con un juez de paz que les preguntó por qué querían casarse y él no dudó en responder “quiero estar el resto de mi vida con ella y con mi hijo”. El funcionario les recomendó que fueran a Desarrollo Social, donde les dieron todo lo que necesitaban para la ocasión: “Las alianzas, la ropa, los zapatos y la libreta”, cuentan.

No fue la fiesta soñada, pero sí la decisión que los sostuvo. Después llegaron cuatro hijos más, otros dos varones y dos mujeres, que tienen hoy entre 29 y 13 años. Una de ellas se prepara para ser maestra jardinera.

En todo este tiempo Pablo nunca dejó de pedirle a Carolina que terminaran de completar aquel ritual que iniciaron el 6 de febrero de 1998, fecha que lleva tatuada en su brazo.

“Cada vez que estábamos en una fiesta y había un micrófono, lo agarraba para pedirme casamiento. Yo le decía, ‘sentate que ya estamos casados’, pero insistía”. Ahora, por fin, será posible.

El viernes 6 de febrero de 2026 formalizarán su boda en la Iglesia San Miguel, de 134 y 44. No había turno para ese día, pero una vez que conoció la historia, el sacerdote hizo lo imposible para que fuera posible.

El entusiasmo es colectivo. El hijo de 23 años aportó el vestido de novia. Una de las hijas se ocupará de los centros de mesa y souvenirs. El yerno prometió la carne. Los anillos los llevarán los nietos, de 1 y 7 años. Y Carolina entrará a la iglesia de la mano de su papá. Él dará un par de pasos hasta entregarla al hijo mayor, y la secuencia continuará con el resto hasta llegar al altar.

El escenario de la fiesta y los invitados de lujo tienen que ver con el otro gran proyecto de esta familia: el comedor Los Duendes del Parque.

LA SOLIDARIDAD APRENDIDA

La idea del comedor nació de la propia historia de Carolina. “Cuando yo salía a pedir, en los ‘90, no había comedores”, recuerda. Todo empezó con una copa de leche para los chicos que iban a la escuela con sus hijos, cerca de su casa, y fue creciendo. Para poder mantenerlo, Carolina cambiaba ropa usada por leche en polvo en Plaza Italia, pedía donaciones por redes y consiguió que una panadería aportara las facturas. El boca a boca hizo el resto.

Funciona en una galería que Pablo construyó tres meses antes de que su hija mayor cumpliera los 15. “No íbamos a hacer nada porque no teníamos plata, pero una noche soñé con mi hermana fallecida y ella me decía que se lo tenía que festejar. Me desperté llorando y le dije a Carolina que lo íbamos a hacer”.

En aquel momento Pablo trabajaba en una fábrica y, con la ayuda de su jefe, levantó una galería que sirvió de salón de fiesta para 120 invitados. No faltó nada: DJ, fotógrafo y un vestido precioso que Carolina compró a través de las redes y después siguió rodando de mano en mano.

Él se imaginaba que en esa galería podría poner una parrilla, un metegol, pasar tardes relajadas, pero su esposa tenía otros planes. Desde hace siete años funciona allí el comedor comunitario y merendero, que se desbordó en tiempos de pandemia.

En aquel tiempo Pablo trabajaba por su cuenta y no podía salir. Los vecinos y personas de otros barrios empezaron a pedir comida. “No entendíamos qué pasaba. Nadie había vivido algo así”, recuerdan. Decidieron mantener el comedor como familia. Llegaron vecinos, padrinos, donaciones. Extremando los cuidados, entregaban las viandas en tapers que rociaban con alcohol. Por suerte (o precaución), nunca se contagiaron.

En aquellos meses extremos dieron de comer a 280 personas por día. Hoy asisten a unas 150, de entre 30 y 40 familias, los martes, jueves y viernes. Los miércoles, funciona una copa de leche. Para lograrlo reciben algo de ayuda provincial y aportes de pollajerías, panaderías, vecinos y empresas solidarias. Entre esos padrinos y madrinas resalta Julia, una mujer que conoció a Carolina siendo aquella niña que pedía y la contactó sin saber quién era, para ayudar al comedor. “La reconocí por la voz”, revela Carolina, emocionada, “todavía tenía mi nombre pegado en la heladera”.

Hace tiempo que esta pareja sueña con cerrar el comedor. No para darlo de baja, todo lo contrario. Quieren construir baños y una cocina para que puedan funcionar en el lugar una guardería para madres que trabajan, salas de apoyo escolar y centros de formación, con talleres de herrería, carpintería y cocina, entre otros.

“Lo vamos a hacer”, se entusiasma Pablo, siempre dispuesto a levantar paredes con sus dotes de albañil; porque “no tenemos bandería política ni la queremos”.

Es un sofocante viernes de diciembre. Uno de los hijos barre el piso de la galería, el papá de Carolina está sentado a la sombra y Pablo toma mate al lado de un rosal explotado de flores. Mira alrededor y resume: “La hemos pasado muy mal, pero nunca pensamos ‘no vamos a poder’. Trabajando, rompiéndonos el alma, pidiéndole a Dios que nos diera fuerza, pudimos”. Sentada muy cerca, Carolina recomienda a quienes atraviesan por momentos difíciles que “busquen ayuda, porque nada está perdido”.

Él suma, como dictando el final de esta crónica, “que no se queden con la historia fea. Que escriban una nueva. Nosotros estamos escribiendo la nuestra”.

 

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Pablo y Carolina. En su casa de Olmos, donde montaron el comedor

Los Duendes del Parque. En uno de los encuentros habituales

La Fecha de boda tatuada

Pablo construyó la galería para el cumple de 15 de su hija (arriba) y luego funcionó como comedor (abajo)

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