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Por MARTIN TETAZ (*)
Lo que el dinero no puede pagar
Twitter: @martintetaz
En 1974 un famoso economista descubrió que los países que tenían un PBI per cápita más alto no eran los más felices y que el crecimiento de la actividad tampoco aumentaba la satisfacción de la población.
Los cubanos, por ejemplo, reportaban mayores niveles de bienestar subjetivo que los norteamericanos y en el último ranking los japoneses, a pesar de habitar uno de los países más productivos del mundo, no entran siquiera entre los 50 más felices del globo.
Las razones de esta aparente paradoja son múltiples, pero hay tres sospechosos principales. En primer lugar, existe un umbral de necesidades hasta el que efectivamente el ingreso sí contribuye a la satisfacción, pero más allá del cual, las mejoras económicas suman muy poco, porque la gente se habitúa rápidamente a sus nuevas condiciones.
Las investigaciones muestran, en segundo lugar, que nos importa más la posición económica relativa que el ingreso absoluto y eso explica por qué en la medida que toda la población mejora objetivamente sus condiciones materiales, no aumenta la felicidad. Aunque parezca increíble, mucha gente prefiere un aumento salarial del 10% en una oficina en la que el resto obtuvo sólo 5%, que una mejora del sueldo del 15%, si sus compañeros de trabajo recibieron 20%.
En tercer lugar, como descubrió el psicólogo de Harvard Dan Gilbert, fabricamos felicidad artificial cuando las cosas no nos salen como habíamos pensado, en una suerte de mecanismo de supervivencia cognitiva. Entonces, si los que consiguen buenos resultados acaban acostumbrándose a las nuevas condiciones y los que fracasan se inventan un bienestar artificial, resulta lógico que no aparezcan diferencias entre los que triunfan económicamente hablando y los que tienen menos suerte.
El descubrimiento del profesor Richard Easterlin generó primero una catarata de investigaciones para ver por qué el ingreso no servía para comprar felicidad, pero luego motivó otra ola de trabajos académicos destinados a averiguar cuáles eran entonces las cosas que sí aumentaban el bienestar subjetivo.
El resultado más fuerte, que junto con Pablo Schiaffino confirmamos en nuestras investigaciones con encuestas de la Argentina, es que lo más importante es el uso del tiempo, que paradójicamente es lo único que en última instancia el dinero no puede comprar. Porque es verdad que con dinero uno puede contratar gente que haga lo que nos ocuparía horas enteras, como hacer trámites, cocinar, o limpiar la casa, pero no es menos cierto que, aunque necesitamos muchas horas de trabajo para conseguir ese dinero, no podemos obtener ni un reloj de 25 horas, ni una prórroga el día que Dios nos venga a buscar.
En particular, todos los trabajos científicos alrededor del mundo demuestran que es el tiempo que pasamos con la gente que queremos lo que nos hace más felices, junto con los momentos dedicados a actividades sociales, los amigos y el esparcimiento en general.
En 1930, John Maynard Keynes pronosticó que, si el progreso tecnológico se mantenía, para el 2030 la gente podría vivir bien, trabajando sólo 15 horas semanales. Sin embargo, si bien en los países desarrollados que trabajaban 2.300 horas anuales cuando Keynes planteó su idea, hoy se redujo la jornada a 1.600 horas en promedio, todavía continuamos trabajando entre 35 y 45 horas semanales, muy lejos de la predicción del economista inglés.
Buena parte de las horas que dedicamos hoy al empleo tienen que ver con conseguir ingresos para comprar cosas que ni siquiera se habían inventado 30 años atrás y lo que es aún peor, para adquirir bienes que sólo tienen por objeto señalizar nuestra posición social, como los teléfonos de alta gama, las camisas de 2.000 pesos y un sinnúmero de bienes suntuarios que satisfacen lo que Thorstein Veblen denominó el “consumo presuntuoso”.
Esos bienes como el IPhone o la camisa del cocodrilo son como los misiles de la guerra fría, porque cuando un país decide construir un arma de destrucción masiva de manera unilateral, fuerza a su vecino a entrar en una carrera armamentista que no tiene sentido. Si las horas que dedicamos a conseguir el dinero para comprar esos bienes, se las restamos a la familia, los amigos y las cosas que realmente nos hacen felices, estamos entrampados en una carrera consumista que es como la de esos hámsteres que corren en la rueda cada vez más rápido, pero están siempre en el mismo lugar.
En el otro extremo, convivimos con un colchón de pobres que según las vicisitudes de la economía oscila entre el 20 y el 30% de la población, lo cual es moralmente inadmisible cuando tenemos el dinero para aniquilar la pobreza y esos son recursos que todas las investigaciones muestran que sí mejoran el bienestar.
Por eso mi propuesta es avanzar a una drástica reducción de la jornada laboral, convergiendo paulatinamente a una semana de 25 horas de trabajo en 3 días, liberando el resto del tiempo para que la gente lo dedique a actividades sociales y familiares.
Sumado a eso, un impuesto al consumo que sólo busca presumir, cortaría la carrera por el consumo presuntuoso y permitiría recaudar fondos para combatir la pobreza.
Eliminar la pobreza, penalizar el consumismo de posicionamiento social y reducir dramáticamente la semana laboral son tres medidas que posiblemente tengan más impacto en términos de bienestar subjetivo que todas las políticas públicas de los últimos cincuenta años, sumadas.
Cumpliríamos además con lo que la propia Constitución Nacional nos dicta cuando en su preámbulo se propone “promover el bienestar general y asegurar los beneficios de la libertad para nosotros, para nuestra posteridad, y para todos los hombres del mundo que quieran habitar el suelo argentino”.
(*) El autor es economista, profesor de la UNLP y la UNNoBA, investigador del Instituto de Integración Latinoamericana (IIL) y autor de "Casual Mente" y "Psychonomics"
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