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Información General |El ritmo no se acaba

Fútbol después de los 40: Resistencia, juego y control mental

Pasados los 30, las articulaciones y los músculos no son lo que eran, pero el fútbol, para lo veteranos, se convierte en un juego más inteligente y divertido. Hay quienes se cuidan mejor y otros esperan viajar a torneos provinciales para volver a sentirse adolescentes. El fútbol que no tiene fin y representa más que una actividad deportiva

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13 de Agosto de 2016 | 02:11

JUAN MANUEL MANNARINO

“La vida no tiene más que un encanto verdadero: el encanto del juego. Pero ¿y si ganar o perder nos es indiferente?”

Charles Baudelaire

 

La pastilla del día después, en el fútbol de veteranos, es el Diclofenac 75.

Alejandro Graña (39), odontólogo, pelo largo, frente ancha, limpia el torno entre paciente y paciente. Participa del torneo del Colegio de Abogados, donde compiten ex jugadores profesionales como Mariano Messera, José Luis Calderón y Gustavo Dueña. “El Diclofenac es la síntesis perfecta, porque tras los partidos quedamos rotos”, ríe. El promedio de juego, en el torneo, es de una hora. Media por tiempo.

Al hablar de fútbol, parece un estudiante en recreo escolar. En el último partido, dice, le fisuraron dos costillas. Pero nada peor que un traspié deportivo. “Cuando te encontrás con un Calderón o un Messera, es humillante. Te comés un ocho a cero y hay dos o tres que no quieren volver. Como capitán les digo que la derrota forja el espíritu”, comenta, determinado.

Desde que peleó con un ex jefe y dejó de trabajar los sábados, Alejandro ya no sale los viernes: el día que toma alcohol y se queda hasta la madrugada es el jueves. Los sábados juega como “invitado” en el equipo de Ingenieros de la Provincia. Allí encuentra otro juego: disfrazarse de lo que no es.

Como odontólogo soy un infiltrado, es algo que permite el torneo. Pero una vez al año simulo ser ingeniero forestal para ir a unas olimpiadas en Córdoba -y dice que en las sierras, por una semana, lo conocen como el “ingeniero Graña”-.

Antes de pisar el césped, identificado con los que rompen el ayuno, suele comer frutas secas y tomar dos aspirinas. A los músculos nunca los descuidó, pero desde que pasó los 35 el cuerpo se siente de otra manera. “Soy el gordito que juega de enganche con la diez en la espalda. Aunque cueste creerlo, de las articulaciones me siento mejor que a los 25”, se define.

Alejandro no es un caso aislado. Las lesiones son el fantasma tan temido para los futbolistas que dejaron de ser plenamente jóvenes. Pero, al mismo tiempo, la debilidad se convierte en virtud: la experiencia es un factor clave para conocer mejor los límites y propiciar el control mental. Tan sólo basta observar un partido para ver cómo el ritmo y la velocidad disminuyen sin que el juego caiga en un aburrido pleito de impedidos. Los pases, precisos, las distancias que se achican, y predomina el sentido colectivo sobre la destreza individual. Surgen, a la par del tiempo, cualidades antes no apreciadas: mesura física, riesgo calculado, astucia grupal.

“Antes era más egoísta. Ahora soy consciente de que el físico no es algo indestructible y evito la exposición del cuerpo”, dice Daniel Ledesma (44), jugador del torneo Senior de la Liga Amateur Platense, el campeonato de adultos más competitivo de la ciudad.

Raúl Licciardi, vicepresidente de la Liga Amateur, dice que los torneos de mayores son el furor del fin de semana. Son 29 equipos, de 35 años en adelante, una liga rigurosa en el nivel y donde se forja un fenómeno: los jugadores suelen vestir las mismas camisetas que cuando eran pibes. “Es hermoso encontrarse con un cuarentón que sigue jugando en el equipo que fue su potrero. Eso habla del lazo fuerte que se da en el fútbol y que no es posible soltar”, explica desde su escritorio en la sede de calle seis.

A lo largo de las calles de tierra de Los Hornos, Ledesma entrena dos veces por semana. Corre a la par de sus compañeros de Comunidad Rural, equipo histórico de la zona. Cuando regresa a casa y se mete en la ducha, respira aliviado. Piensa en el próximo partido. Entonces imagina que los músculos llegarán relajados a la hora en que el árbitro haga sonar el silbato. “Es mentira que de grande jugás parado en la cancha. Si te quedás quieto, sentís una desconexión y te cuesta retomar. Hay que estar todo el tiempo moviéndose”, desmitifica. Todos los días, desde hace dieciocho años, reparte cartas con la moto para el Correo Argentino.

Nadie que juegue fútbol, sin embargo, podría pensar en términos individuales. Si alguien entrena más que el resto del equipo, es probable que se produzca un desequilibrio difícil de tolerar.

El secreto, para el referente de Comunidad Rural que alguna vez jugó en Estudiantes y en el fútbol peruano, es armar un buen grupo: “Que además de entender el fútbol y de estar en tono físico sea poco conflictivo y cultive la generosidad y el compromiso. El conocimiento grupal es todo”.

Hay quienes creen que el fútbol se termina pasados los treinta. Hay otros que piensan distinto: que es la edad de la sabiduría deportiva. “No pensamos en el retiro. Cuando llegás a los 40, entendés mejor el juego. Desarrollás más técnica y pensamiento. Que corra la pelota y no nosotros, por ejemplo. Eso es un desafío enorme”, dice Daniel Ledesma, quien está entre los del segundo grupo.

Jugar es religión

El mal que acecha a los veteranos es un mal de ausencia: perder la regularidad. Los que tienen asistencia perfecta sucumben si los compañeros fallan. El futbol es, por naturaleza, un acontecimiento colectivo. Y la falta a último momento, una especie de pena capital que se paga con el destierro. Son los que todo grupo sanciona sin que le tiemble el pulso: se deja de invitar al que no avisa o al que, directamente, jura que va y luego pone una excusa inverosímil. En algunos torneos, según explicaron organizadores, hubo partidos que se suspendieron por bajas o lesiones repentinas de de jugadores.

“El problema es que una baja a nuestra edad no la podés asimilar muy fácilmente. Ya no es fácil encontrar reemplazos. Y entonces se recurre a jóvenes y ahí todo se desvirtúa”, dice Juan Bettiol (63), que juega tres veces por semana, un ritmo que muchos treintañeros apenas cumplen.

A los sesenta, dice, no piensa abandonar. Le gusta que los más jóvenes lo alienten con un “mirá qué jugada hizo el viejo”. Ellos lo ven llegar transpirado. Para seguir en forma, Bettiol viaja en bicicleta desde su casa hasta la cancha.

“No me pierdo un partido. Mis hijas quisieron festejarme el día del padre, pero preferí ir a jugar. Los domingos, además, es el partido en cancha de once. Es algo religioso”, dice Bettiol, taxista y tesorero del Hospital Italiano.

No todos son como él. Se juegue en fútbol de salón, en ligas más competitivas o en torneos amateurs, es difícil que el armado de los equipos no se afecte por el peso de la vida adulta: cumpleaños y obligaciones familiares, compromisos de padres, estrés laboral, viajes de trabajo. “Cuando entrenamos somos dieciocho o diecinueve, pero a veces llegamos doce al fin de semana. Cuando faltan un par de jugadores, te agarra el bajón. Todos queremos seguir ganando, no buscamos sólo diversión”, admite Damián Ledesma.

A Pablo Cejas (46) le dicen el “Búho” y es el que organiza un picado semanal en el predio “Rock and Goal”. No es una tarea fácil y varias veces estuvo a punto de renunciar. El rol del organizador suele ser desgastante. Cuando faltan jugadores deben recurrir a los hijos o llamar amigos más jóvenes. “Nosotros jugamos siete contra siete, y la mayoría somos cuarentones. Pero terminamos convocando un pibe, porque alguno siempre se baja y te querés matar”, cuenta mientras estira un gemelo en un rincón del predio. Habla bajito, como si no quisiera que los demás lo escuchen.

Crac-crac-crac

Para Juan Quiñonez (43), que además de jugar al fútbol de salón es preparador físico, los veteranos se dividen entre atléticos y no atléticos. Cuenta que con sus compañeros insistió en una rutina de preparación aunque fracasó en el intento. “El que se cuidó toda la vida, mantiene una cultura de la disciplina”, explica, “se cuida en las comidas y estira antes y después. Pero es una minoría”.

“No pensamos en el retiro. Cuando llegás a los 40, entendés mejor el juego. Desarrollás más técnica y pensamiento. Que corra la pelota y no nosotros, por ejemplo. Eso es un desafío enorme”

A los que siguen jugando al fútbol después de la tercera década les sobreviene otro temor: la falta de vigor en las piernas. Además, los dolores de cintura y los desgarros son frecuentes. Después de los partidos Alejandro Graña se levanta de la cama y siente que los huesos suenan como un murmullo inquietante. “En el baño me creo un Transformer que se va armando pieza por pieza”, ríe. Crac-crac-crac.

Para Cejas, los veteranos suelen calmar los ánimos con el chiste. “Los pibes se desafían más porque miden los egos con una energía excesivamente competitiva. Nosotros nos cuidamos y el que se zarpa, a la calle”, sintetiza.

La broma, sin embargo, no es infinita. Graña cuenta la vez que a un jugador le dio un A.C.V. en medio de un partido; Quiñonez menciona un caso de muerte cerebral. Cuando se hace un esfuerzo desmedido, hay quienes frenan la carrera porque el corazón late demasiado fuerte.

“La muerte empieza a picar cerca. Y aparece el miedo que es como un ruido sordo en el trasfondo del juego”, dice Graña, solemne. Y aunque el traumatólogo Davor Luger (51), jugador emblema del Hospital Rossi, asegura que los jóvenes se lesionan más porque se cuidan menos admite que “el problema es que un golpe o una afección importante pueden sacarte para siempre de las canchas”.

Como le pasó a Jorge “Tato” Amicusi (69), un legendario del fútbol amateur platense. Ex jugador de Gimnasia, jugó de forma ininterrumpida hasta 2013. “Tuve un infarto de miocardio y después volví a las canchas. Fui empeorando la visión. La movilidad puede ser más mental que locomotiva pero si se afecta un órgano importante, no hay vuelta que darle”, cuenta “Tato”, que vive el fútbol como ilusión permanente: una noche reciente soñó que hacía un gol de chilena.

La vida de Amicusi es una pelota en movimiento. Dice que el próximo desafío es ser entrenador: está por ser ayudante de campo en un equipo de Tolosa. “De grande empezás a ser técnico adentro del campo, entendés el ancho y el largo y no mirás sólo la jugada. Son cosas que quiero enseñarle a los pibes, que se muevan y no miren únicamente la pelota”, comenta, con entusiasmo.

Entre nostálgico y realista, “Tato” aprendió una lección. “Para no perder el ritmo hay que jugar con gente que tenga tu misma edad”, y reflexiona: “He visto a padres competir con sus hijos. Eso es feo. El roce agota y la conciencia del fin llega inevitablemente”. En una pierna conserva una marca letal: un tapón en la tibia. Del golpe no pudo recuperarse. Quiso seguir siendo el patrón del mediocampo, pero debió retroceder hasta la posición de líbero.

“Tato”, con voz calma, sentencia: “no se puede luchar contra el tiempo”.

Poner el cuerpo entre asados y átomo desinflamante

Alejandro Graña les pide a los compañeros que no fumen antes de entrar a la cancha. Dice que en verano hicieron pretemporada y dio resultado: llevan cuatro partidos invictos en el campeonato. En el fútbol de veteranos no suele haber entrenadores y los líderes son los que ponen las reglas. “El fumar deteriora muchísimo pero más intoxica el olor a átomo desinflamante”, bromea Davor Luger, capitán del equipo del Hospital Rossi que juega en el torneo de médicos “El Cardón”.

“A veces nos untamos por todo el cuerpo como si fuera crema”, admite Graña. Los fetiches de los futboleros van desde los objetos clásicos hasta la última moda: bolsos de cuero, vendas, botines de colores, tatuajes, vinchas y canilleras ultra pequeñas. “Los asados después de los partidos y los viajes a las provincias por torneos interprovinciales son casi tan importantes como los partidos. Nos sentimos adolescentes”, dice Luger, hablando de otros rituales. Dice que se ilusiona con el nivel futbolístico de la nueva camada de residentes para mejorar el puesto en la tabla de posiciones.

“Podemos tener todos los accesorios pero el fútbol es poner el cuerpo. No hay otro misterio”, agrega Daniel Ledesma. “El peor enemigo es uno mismo. Porque lo psicológico vence al rendimiento deportivo. Hay temperamentos que son indomables”, opina Quiñonez.

“Los asados después de los partidos y los viajes a las provincias por torneos interprovinciales son casi tan importantes como los partidos. Nos sentimos adolescentes”

Según Luger, las estadísticas no mienten: los que pasan los treinta se retiran más por otras presiones que por lo físico. “Hay gente con prótesis de cadera que sigue jugando. Conozco jugadores operados de columna con implantes que no dejaron de patear una pelota. La resistencia humana es cada vez más impresionante”, se maravilla.

Aún así, la alarma se enciende silenciosamente.

“Estoy herniado. Y no me opero porque si tengo que parar tres o cuatro meses, no vuelvo más”, confiesa Juan Bettiol.

Fútbol, recuperación semanal de la infancia

¿Cuál es la verdadera naturaleza del fútbol? ¿El profesionalismo con su lógica de negocios y espectáculo? ¿El potrero y su largo derrotero hasta el amateurismo de veteranos? ¿Es un juego donde sólo importa ganar? ¿La competencia es menos bestial cuando hay diversión?

A la hora de elegir una definición, Jorge Amicusi prefiere pensar en el rescate de una concepción de juego. “Ante lo descarnado del éxito, el verdadero futbolista es el que aprende la lección humana del fútbol como una vida cooperativista”, reflexiona.

“El fútbol es recuperación semanal de la infancia”, decía Javier Marías, escritor español.

Y los que siguen jugando entre los cuarenta y los setenta así lo sienten.

“No pienso dejar de jugar”, dice Davor Luger, que ya veterano sigue sintiéndose un joven privilegiado que patea una pelota. Y remata: “Me van a tener que sacar en ambulancia de la cancha”.

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