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Tensa, siempre a punto de explotar, pero profundamente humana y hasta graciosa, la sorpresa televisiva del año, un drama que transcurre en una cocina de mala muerte de Chicago, llega a Star+ el miércoles, con su segunda temporada ya confirmada
Jeremy Allen White, protagonista de “El Oso”, una de alta tensión en una cocina que llega a Star+ el miércoles
Pedro Garay
pgaray@eldia.com
La televisión está llena de programas de cocina, pero ninguno como “El Oso” (“The Bear”): desde la primera escena, el vértigo y el caos, y no la prolijidad y el genio culinario de la tevé, invade una pequeña cocina de un localsucho de sanguches de carne de Chicago. Todo es griterío, todo parece al borde del desmadre: esa, dice Christopher Storer, el creador de la serie que llega el miércoles a Star+, es justo la sensación que quería transmitir, que es, agrega, la auténtica experiencia de trabajar en un restorán.
“La serie tiene que mostrar lo difícil que es. No sólo desde un nivel de habilidad. Es que es un negocio difícil. Hay algo en los restaurantes que parece insostenible desde su comienzo. Incluso cuando están llenos, no puedo evitar pensar ‘esto parece imposible. Esto parece que en cualquier momento va a colapsar’. Cuando veo restaurantes que llevan abiertos durante veinte o treinta años, no sé cómo alguien es capaz de hacerlo”, explica el creador de una de las series que más aclamación ha generado en Estados Unidos desde su estreno, tomando por sorpresa a la temporada alta de la pantalla chica.
Storer sabe de lo que habla. Su hermana es chef de alta cocina, conviviendo con las presiones del perfeccionismo de los grandes restoranes. Uno de sus mejores amigos era el dueño de Mr. Beef, local en el que se basa la historia. Él mismo quiso ser chef. La historia que cuenta es la de quien conoce su microuniverso: lejos de los retratos más románticos de la cocina, “El Oso” se ocupa de los impuestos, del papeleo, de los controles sanitarios, la plomería. De los pisos sucios. De quién pone la mesa. Todos condimentos para la alta tensión de un lugar pequeño y caliente: la cocina.
Un espacio siempre a punto de estallar, una bomba de relojería: una cuenta regresiva parece pender en cada episodio sobre la cabeza de nuestro protagonista, Carmen “Carmy” Berzatto (encarnado por Jeremy Allen White). Un talentoso chef que dejó los grandes restoranes para manejar el local de sanguches de su hermano, recientemente muerto. Quiere transformar el lugar. Pero no quiere convertir en lugar en lo que lo llevó al colapso en sus antiguos espacios laborales, una presión insoportable. A lo mejor, también, quiere destruir ese lugar, por el que corre el ADN de su familia pero también que le recuerda un pasado doloroso.
Y además están las mencionadas cuentas regresivas: el restorán es cada episodio una bomba que hay que desactivar. O varias. “El Oso” es en ese sentido casi una serie de suspenso. Narrada a un ritmo frenético (el de una cocina donde todo el tiempo hay que atender pedidos entre sartenes que arden y aceites que amenazan), al final del día, algunas bombas se apagaron, otras no estallaron. Alguna sí. Se apagan las luces y quedan encendidas otras cuentas regresivas, más lentas, que habrá que atender mañana, pasado: las cuentas, las deudas, los empleados… El tiempo, en “El Oso”, es una fuente continua de ansiedad.
Desde el primer episodio, que, lejos de intentar establecer personajes y una historia, a la usanza de la estandarizada televisión de hoy, nos sumerge en el vértigo de la cocina. “Era la única manera de explicar cómo funciona un restaurante. Sólo tienes que dejarte llevar por la mierda”, dice Storer sobre esta decisión.
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Por supuesto, el impacto sobre Carmy y su pandilla (el mejor amigo de su hermano, que parece reacio a cambiar sus formas y además vende un poco de droga en la parte de atrás para mantener las cosas a flote; una serie de empleados con muchos vicios; una entusiasta pasante con ideas pero una tendencia obsesiva que tiende a descarrilar todo) de este estilo de vida es insoportable. Y ese asalto sobre la salud mental de los trabajadores en el desquiciado ambiente laboral se convierte en uno de los temas principales del show, una historia, en el fondo, sobre la familia perdida y encontrada, la pérdida, la ansiedad y la presión.
“Todos los cocineros, camareros o lavaplatos están siempre bajo tanta presión en su interior que en el momento en que salen al exterior, es difícil incluso relacionarse con la vida que se están perdiendo”, afirma Storer, que recuerda de sus días como aspirante a chef pensar: “Esto es lo más loco que he visto nunca”.
“Cuando pasas tanto tiempo tan cerca en un pasillo estrecho que es realmente ruidoso y caliente, todo se va a poner raro”
“Cualquiera que haya trabajado atendiendo durante un servicio de brunch sabe que es como el infierno en la tierra”, lanza el showrunner. Un espacio de obsesión en el que Carmy, de alguna forma, elige perderse para transitar un duelo. Sumergirse en el trabajo para no pensar en qué pasó. La idea, cuenta Storer, la potenció el cocinero que sirvió como consultor en el show, Matty Matheson: le dijo al creador de la serie que “tienes que ver esto como un submarino. Todo el mundo está atrapado en un submarino todo el día, y cada uno tiene su propia mierda, y la gente no quiere que toques sus cosas”.
“Cuando pasas tanto tiempo tan cerca en un pasillo estrecho que es realmente ruidoso y caliente, todo se va a poner raro. No está bien, por lo que no es de extrañar que las tensiones empiecen a calentarse muy rápido”, explica Storer.
La cocina como lugar tóxico (y, quizás, como metáfora del trabajo y la autoexplotación en el capitalismo tardío, de las adicciones y el burn out que conllevan) ha tenido algo de lugar en la pantalla (de “Chef” a “Burnt”, lados B de la cocina que propone tanto reality hoy). Carmy, el protagonista, explica Storer, ha pasado por esos lugares, los conoce.
“Ha visto ese tipo de cocinas, él ha estado en algunos de estos lugares de trabajo tóxicos, y se dice a sí mismo: ‘No voy a hacer eso’. Pero también está tratando de arreglar este restaurante inicialmente por todas las razones equivocadas. Intrínsecamente esas dos ideas van a estar luchando entre sí. Y el hecho de que Sydney (la aprendiz) venga desde un lugar tan positivo de querer aprender algo, sólo para caer finalmente en la naturaleza oscura y caótica de este restaurante, me dijo algo sobre la enfermedad de la adicción, y algunas de las toxinas que abundan en los ambientes laborales y familiares”.
Todo esto, toda esta densidad, transcurre en una cocinita de mala muerte. Escenario que, en el marco de las dualidades y ambigüedades que propone la serie para sus criaturas, caminando siempre entre la creación y la destrucción, puede ser a la vez el más claustrofóbico de los submarinos ardientes, un espacio sumamente hostil con cuchillos afilados y aceite hirviendo, o un lugar de encuentro.
La comida es de alguna forma, al final del día, comunión. Y allí late el corazón de la serie. Sus criaturas, desesperadas, enemigas a menudo de sí mismas, siempre al borde de un ataque de nervios, no son malas personas, tampoco meras víctimas. Son un cúmulo de contradicciones, que al final del día, al final de cada día de desactivar bombas, se sientan a comer, a pesar de todo. La comida de los domingos, contó Storer, era en su familia de padres separados, un momento único de unión, un impasse a la locura de los gritos.
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