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Que la delincuencia en nuestro país siga operando desde las cárceles, alternando distintas modalidades como lo son los secuestros virtuales, las estafas digitales o los chantajes on line, entre otras formas que incluyen el manejo y la organización desde los calabozos de bandas que cometen sangrientos asaltos de continuo, marca hasta qué extremos de deterioro ha llegado el sistema de seguridad en toda la República.
Ayer se publicó en este diario un informe sobre la seguidilla de estafas y chantajes que hacen los presos a través de sus celulares, que se hacen pasar por chicas y seducen a sus víctimas para que les envíen fotos íntimas. Luego les exigen dinero para no divulgar esas fotos entre familiares y amigos de las víctimas.
El artículo periodístico detalló algunos ejemplos ciertamente alarmantes sobre cómo muchos chicos son víctimas de esta maniobra, en situaciones que pueden desembocar, inclusive, en consecuencias dramáticas o, directamente, trágicas, a partir de ser víctimas de lo que los expertos en seguridad digital denominan “sextorsión”.
Debiera enfatizarse que ello es posible porque los prisioneros, autores de estos y otros delitos, disponen generosamente de los medios necesarios para delinquir, sin controles algunos de las autoridades pertinentes.
Si bien los expertos dieron sus opiniones sobre las medidas de prevención que las familias –dentro de las cuales puede haber potenciales víctimas- deben estar anoticiadas y advertir a los jóvenes sobre estas alternativas tan riesgosas, lo primero que correspondería señalar es la actitud de los organismos del Estado responsables primeros y últimos del sistema carcelario.
De allí hay menos de un paso para señalar que ni la Constitución, ni las leyes de fondo o procesales prevén la posibilidad de que las cárceles sigan siendo escenarios desde donde se concreta y organiza la actividad delictiva en el exterior. Desde los tres poderes –Ejecutivo, Legislativo y Judicial- se ha permitido el verdadero absurdo de que los establecimientos penitenciarios se hayan convertido en escenarios para cometer delitos.
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Lo cierto es que las crónicas policiales reflejan con habitualidad los casos de personas presas en nuestro país que, a pesar de estar alojados en cárceles, siguen conduciendo el accionar delictivo de sus bandas en el exterior y que desde allí ordenan la comisión de distintos delitos, en lo que resulta ser una de las falencias más graves del sistema penitenciario y que debieran ser evitadas por las autoridades.
Que la seguridad pública continúe estando en riesgo por obra de personas detenidas en cárceles constituye, por cierto, un despropósito que, sin embargo, ocurre desde hace mucho tiempo.
En el marco de la generalizada inseguridad en que se vive, este tipo de episodios resulta tan alarmante como desalentador. Una cosa son los beneficios procesales que una persona prisionera pueda recibir y otra, muy distinta, es facilitarle herramientas para que siga delinquiendo. En lugar de cerrar puertas, el sistema las abre para que el delito continúe su avance. Leyes benignas, fallos judiciales insólitos y prebendas penitenciarias integran ese combo negativo.
Es inexplicable que desde un lugar dispuesto por el Estado para resocializar a los detenidos, algunos de estos sigan cometiendo delitos con sus teléfonos celulares. Son las autoridades de los tres poderes las que deben corregir esta gravísima anomalía.
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