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Empatía pura: sin conocer a las víctimas hacen suyo el pedido de justicia

Graciela Arce es docente jubilada. Con la plata de sus vacaciones, viajó a Dolores para acompañar a los Báez Sosa durante el juicio. Gustavo Cuenya está junto a los Bru desde hace 30 años. Y María Alzugaray mantiene vivo el recuerdo de Cabezas en Pinamar

Empatía pura: sin conocer a las víctimas hacen suyo el pedido de justicia

Graciela Arce se instaló un mes en Dolores y esta semana viajó a La Plata por la audiencia de Casación. Suele ir a la tumba de Fernando Báez Sosa

Alejandra Castillo

Alejandra Castillo
acastillo@eldia.com

20 de Agosto de 2023 | 05:55
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Cuando la tristeza es tan potente que duele en la piel y hasta en los huesos, la presencia de los otros, de algún modo, alivia. No hablamos de palabras ni de gestos virtuales, sino de quienes ponen el cuerpo y su tiempo para acompañar el duelo, el desamparo o un pedido de justicia.

Si se trata de un crimen o un caso policial resonante, muchos se suman a los reclamos porque conocían a la víctima o a su círculo íntimo o deciden acompañarlos por empatía o algún otro interés. Sin embargo, algunos pocos lo hacen por la simple necesidad de poner el cuerpo, sin más explicación que aquel primer impulso que los mantiene movilizados, incluso, con el paso del tiempo.

De ello puede dar fe Gustavo Cuenya (57), quien acompaña a Rosa Bru y a toda su familia desde hace 30 años, cuando empezó a rodar aquella pregunta que -tristemente- hoy sigue vigente: ¿Dónde está Miguel?

O María Alzugaray, una pinamarense de 75 años que compró la tela para la primera bandera que pedía no olvidar a José Luis Cabezas y cada 25 de enero limpia el espacio que mantiene viva la memoria desde aquel cruento verano de 1996.

O Graciela Arce, una docente jubilada del barrio porteño de La Boca que gastó el dinero ahorrado para sus vacaciones en una estadía de un mes en Dolores, para acompañar a los padres de Fernando Báez Sosa durante el juicio que terminó con la condena de los asesinos de su hijo.

El martes pasado, ella viajó a La Plata con un mapita que le dibujó su hijo, para plantarse frente al Tribunal de Casación, en 43 entre 12 y 13, con una remera, una pancarta y un barbijo con la cara de Fernando y las palabras justicia y perpetua. En el edificio, la defensa pedía revocar la máxima pena para Máximo Thomsen (23), Enzo Comelli (23), Matías Benicelli (23) y Luciano (21) y Ciro Pertossi (23), así como la absolución para Blas Cinalli (22), Ayrton Viollaz (24) y Lucas Pertossi (24), sentenciados (estos últimos tres), a 15 años de cárcel. Graciela Arce promete seguir movilizada hasta que la sentencia quede firme.

“Nunca tuve contacto ni soy familiar del matrimonio Báez Sosa, pero creo que el caso me afectó porque prácticamente fue un asesinato grabado en vivo”, explica, en alusión a aquel ataque ocurrido el 18 de enero de 2020 en la puerta de un boliche en Villa Gesell. Quizás el “enganche” también tuvo que ver con el perfil de la víctima -“un chico ejemplar, estudioso, cariñoso y educado, que fue con todo el sacrificio de los padres para poder disfrutar de sus vacaciones y le sucedió esto”, dice-; el hecho de que fuera el único hijo de la pareja, o que Graciela haya tenido contacto directo con muchas historias de violencia adolescente en su etapa como preceptora.

Como sea, cuando supo que el juicio tenía fecha de arranque, decidió que su lugar estaba ahí. Una semana antes sacó un pasaje para Dolores, alquiló un cuarto en una pensión situada a pocas cuadras del tribunal e imprimió cuatro fotos en blanco y negro de la cara de Fernando. Terminaron siendo 200, que repartió entre las personas que se manifestaron hacia el final del debate. Las pegó sobre cartones que todos los días juntaba en la calle.

Graciela tiene dos hijos de 30 y 33 años, a quienes les encantaba la idea de que ella por fin se fuera este último verano a Mar del Plata, después de pasar 10 años sin vacaciones. “No les dije nada. Arriba del micro les mandé una selfie diciéndoles que necesitaba estar con esa madre”. Y se fue.

Cuando no estaba frente al tribunal, Arce pasaba el rato en un café cercano. Allí conoció a Graciela, la madre de Fernando, y juntas decidieron montar el santuario con fotos, flores y carteles que se desplegó en la zona. Cada atardecer, la jubilada compraba una velita a pila para dejarla encendida cerquita de una foto del joven asesinado.

“Cuando terminó el juicio me encontré con mucha soledad y cansancio”, cuenta a EL DIA; por eso se quedó en Dolores dos semanas más: “Hasta que bajara la adrenalina”.

Volvió a La Boca con todo el material del santuario, incluidas las primeras flores que compró la madre de Fernando. El martes, frente a Casación, se reencontró con una mujer que tenía el cartel que ella le había dado en Dolores. Se abrazaron y lloraron.

“A Graciela y Silvino (los padres de Fernando) los veo muy afectados, porque se quedaron solos”, reflexiona esta mujer que quedó definitivamente ligada con el caso aquel día que los vio quebrarse frente a una cámara. Piensa en ellos cada vez que mira las fotos de sus propios hijos. Y también al recordar tantos incidentes en los que tuvo que intervenir mientras trabajaba en escuelas.

“Yo siempre me quedaba con el chico o la chica más débil; me he quedado horas con ellos y los llevaba a la casa”, cuenta. Con toda esa experiencia, reclama justicia por Fernando, por los Báez Sosa y también por su nieta, que hoy tiene 8 y en pocos años más querrá ir a bailar, como cualquier adolescente. “No quiero que le pase nada”, dice, convencida de que lo único que puede sanar y evitar horrores parecidos es la justicia.

UN BARQUITO Y UNA MUJER EN EL MUELLE

Desde antes de cumplir 14 años, Gustavo Cuenya (57) se sentía comprometido con los más vulnerables. Como podía, ayudaba a chicos en situación de calle, en clubes o talleres de apoyo escolar, o hacía trabajos sociales con compañeros del Valentín Vergara, de 7 y 33. Era el año 1981, ciertamente complicado para encarar ese tipo de menesteres, y terminó detenido durante varios días en la Escuela Juan Vucetich. Ya con el regreso de la democracia, se sumó a trabajar con organizaciones de derechos humanos, aunque “siempre en forma independiente, acompañando”, explica a este diario.

Sonidista desde hace 40 años, a principios de los 90 se cruzó con decenas de jóvenes que armaban bandas en La Plata, entre ellos un estudiante de Periodismo cuya cara reconocería después, cuando ya estaba en carteles que preguntaban por él. Era Miguel Bru, desaparecido el 17 de agosto de 1993.

“Empecé a participar de las marchas de la búsqueda y con el tiempo conocí a la hermana (Silvina) y a la madre de Miguel (Rosa)”, a quienes sigue acompañando en las actividades con las que mantienen vivo el reclamo para saber qué pasó con el cuerpo del joven que fue torturado y asesinado en la comisaría Novena cuando tenía 23 años.

Gustavo también puso el cuerpo en la causa por la desaparición de Julio López, trabando una fuerte amistad con Rubén -uno de los hijos del testigo desaparecido-, y en otros casos de gatillo fácil y violencia institucional. “Viví toda la época de la curva del rock nacional y, a partir de los 80, disfruté mucho, pude viajar y aprendí muchas cosas de personas que te enriquecen”, cuenta este hombre que tuvo 5 hijos, quienes “naturalizaron” desde muy pequeños aquel modo de entender el compromiso.

Sin embargo, él lo aprendió por su cuenta: “Vengo de una familia bastante común, sin compromiso ideológico ni social, y a los 40 años, después de que fallecieron mis viejos, buscando mi partida de nacimiento me enteré de que era adoptado”, revela, no sin aclarar que, íntimamente, siempre lo supo.

Supo también quién era su madre biológica y dos veces estuvo a punto de ir a conocerla, pero “algo interno me dijo que no fuera y le hice caso”. Esta mujer murió recientemente, pero no siente Gustavo que le hayan quedado cuentas pendientes con nadie. Agradece, si, entender el sentido de un sueño que lo acompañó hasta los 5 años: “Yo veía un barquito que seguía a una mujer con un nene a upa y otra que lloraba en un muelle”. Cuando él tenía 5 años se firmó su adopción definitiva.

LA CRUZ DE UN ÁRBOL CON ESPINAS

Cada 25 de enero, María Alzugaray se acerca al terreno donde está el monolito que recuerda a José Luis Cabezas en Pinamar; limpia las placas, imprime y cambia las fotos del fotógrafo asesinado y suma una piña por cada año sin él. Se acumulan ya 27 en ese sitio que hasta no hace mucho era un desierto y ahora está sembrado de pinos, como parte del mismo reclamo.

María, de 75 años, recuerda bien cómo se enteró del crimen. “Yo vivo en Valeria (del Mar) y entraba a trabajar en una pizzería a las 6 de la mañana. Cuando llegué, había murmullos. Escuché en la tele que habían asesinado a un periodista, a un reportero, pero no se decía demasiado y yo estaba trabajando. Pero fue algo terrible”.

Apenas pudo, concurrió a la cava que fue escenario del homicidio, donde aún estaba el auto quemado en el que apareció el cuerpo de José Luis. “Hicimos una crucecita con ramas de un árbol con muchas espinas y yo puse un rosario blanco. Tiempo después volví y todavía estaba. Eso se llenó de rosarios”, dice María. Y suma: “Después de varios días, con otra entrerriana tuvimos la idea de hacer algo para no olvidar y marcar la presencia de los vecinos”. Ella compró una tela e hicieron una bandera en la que su amiga pintó: “Los pinamarenses no nos olvidaremos jamás de José Luis Cabezas”.

Se autoconvocaron en una esquina de la avenida Bunge y decidieron que los días 25 de cada mes marcharían hasta la comisaría de Pinamar para reclamar justicia. Al principio eran poquitos, pero con el tiempo se sumaron cada vez más. María nunca conoció a José Luis, pero después del crimen conoció a su mujer y a su hija Candela, que “era muy pequeñita en las primeras marchas”, rememora. En todo este tiempo, María solo faltó a un par de homenajes, por enfermedad o por pandemia, aunque su bandera siempre estuvo.

“A mí me van a tener que demostrar que hay justicia en Argentina, porque hasta ahora creo en la Justicia de Dios, pero no en la de los hombres”, cierra, convencida de que a Cabezas lo mataron por una sola razón: “Hacer bien su trabajo”.

Durante el juicio, Graciela juntaba cartones para pegar las fotos de Fernando

María pone una piña en cada nuevo aniversario del crimen de Cabezas

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Graciela Arce se instaló un mes en Dolores y esta semana viajó a La Plata por la audiencia de Casación. Suele ir a la tumba de Fernando Báez Sosa

Gustavo Cuenya acompaña a la familia Bru desde hace 30 años

María Alzugaray cuida las placas y el monolito de José Luis Cabezas. Hizo la primera bandera de los vecinos

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