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Son unas 200 familias. La mayoría llegó en la última década y, sobre todo, a partir de 2018. Cómo viven, se contienen y mantienen encendida la memoria de su tierra. El vínculo con sus familias. Historias de superación y esperanza, en primera persona
Alejandra Castillo
acastillo@eldia.com
En el partido de La Plata residen unas 200 familias venezolanas, la mayoría de las cuales llegaron escapando de la crisis económica, política y social que golpea fuerte a su país desde hace más de una década.
“Cada venezolano es una historia”, dice Fernando Calmas (49). Y aunque no exagera ni un poco, todos esos retazos de vidas tienen importantes puntos de contacto, como el extrañar el calor de la familia, la angustia cotidiana por la suerte de los que quedaron allá, las ganas inquebrantables de salir adelante y esa nostalgia por la “Venezuela bonita” de la que no pueden hablar sin sonreír. Las vistas, los olores, la música. La libertad.
Tenían también en común la esperanza de que un cambio fuera posible a partir de las elecciones del domingo pasado. Pero mientras algunos países reconocen a Edmundo González como el ganador de los comicios en los que, según el régimen chavista, se impuso el actual presidente Nicolás Maduro, los exiliados observan con impotencia, terror y bronca cómo se diluyen las chances de volver a su tierra.
“Venezuela vive un secuestro y esta novela es repetida, porque es muy difícil cuando no le interesas al mundo. ¿Qué hacen los organismos internacionales? Al país lo gobiernan personas con pedido de captura de Interpol, que estructuraron una banda narco criminal. Por eso nuestra libertad está en nuestras manos”, se indigna Francesca Schillaci (34).
“El domingo mi hijo mayor lloraba y decía quiero volver a mi país... lo recuperamos, vamos a ser libres. Tenía una alegría muy grande”, pero “hasta eso nos quitaron”, dice Melva García (31) con los ojos mojados.
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Esta joven nacida en el estado de Zulia estudió Ciencias Políticas y se fue de Venezuela el 12 de abril de 2019, casi un mes después de participar de las protestas que exigían lo básico: comidas, medicinas, luz.
“No conseguíamos alimentos, ni siquiera para mi nena pequeña”, cuenta, “hubo saqueos, destrozos y amenazas del gobierno; y cuando decidimos alzar la voz, empezó nuestra persecución”.
Con su esposo impedido de trabajar y enterados de que “ofrecían 200 dólares por su cabeza”, decidieron irse con sus dos hijos, un varón que entonces tenía 6 años y un cuadro de desnutrición; y una nena de 1, con alergias que no le hicieron fácil aquel derrotero.
Su primera opción fue Ecuador, pero, como no consiguieron trabajo, permanecieron con familiares en Perú durante ocho meses, hasta que su hija terminó un tratamiento y viajaron a Argentina, puntualmente a La Plata, donde también tenían parientes. Llegaron en febrero de 2020, en las vísperas de la pandemia.
Al principio dormían en la casa de sus allegados y pasaban el resto del día en la calle, hasta que lograron mudarse a una pensión, “con muchas personas. La primera vez en la vida que yo pasaba por esa situación”, recuerda Melva.
Técnico de refrigeración y con ganas de salir adelante, su esposo no tardó en conseguir trabajo, pero sin que le pagaran por lo que hacía: “Le decían que lo estaban capacitando”, cuenta ella. Finalmente fue delivery, reparó lavarropas, consiguió un empleo fijo, en el que lleva ya dos años, y pudieron mudarse a un sitio mejor. En los momentos más duros Melva aportó a la economía familiar con los postres que preparaba de noche, después de que los chicos se dormían.
“Gracias a Dios logramos establecernos un poco más”, celebra Melva, sin dejar de reconocer que “tuvimos amigos que se portaron muy bien con nosotros”.
Fernando Calmas es del estado de Aragua, donde formó su familia, estudió teología, se convirtió en pastor cristiano y fue comerciante, “del rubro del papel”, apunta.
“Los venezolanos aprendimos a desarrollar la fe. La dictadura nunca pudo quebrarnos la convicción”
Fernando
“Soy de esos venezolanos que conocieron la democracia y la Venezuela de la abundancia, con una buena y sana administración. No era perfecta, pero había ambición. Nuestros padres nos impulsaban a estudiar, a graduarnos, a ser profesionales y dueños de nuestras empresas. Y me tocó también vivir en mi juventud el declive político y social”, relata.
Ubica el punto de inflexión en la asunción al poder de Hugo Chávez Frías, el 2 de febrero de 1999. “Comenzó a ahogar a todos los comerciantes y a la clase media, dentro de la cual yo estaba emergiendo. Como me pasó a mí, les pasó a muchos venezolanos que amamos nuestra nación y soportamos todo lo que pudimos allí dentro”.
En abril de 2019 Fernando decidió migrar a la Argentina, donde vivía y trabajaba el hermano de su esposa, “con la facilidad de que nos podían enviar un pasaje y llegar a una casa que ya estaba alquilada”.
“Creemos en las medidas pacíficas porque no queremos más derramamiento de sangre”
Melva
Fue lo único fácil. “De ahí en más tenías que desarrollarte tú”, admite. Es que al día siguiente de bajar del avión, Calma se subió al auto que condujo como chofer de Uber, sin conocer las calles de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.
No vivió mucho tiempo allí. Conocer La Plata fue algo parecido a experimentar un amor a primera vista. “Me encantó esta ciudad hermosa, porque me recuerda mucho a una emblemática que tenemos en Venezuela”.
Habla de Barquisimeto, en el río Turbio, conocida por su catedral moderna, la organización de sus calles y considerada la capital musical de ese país. “Llamé a mi esposa le dije ‘este es el paraíso’. Y seis meses después pudo venir ella con mis tres hijos”, que ahora tienen ahora 12, 14 y 17 años y estudian en la Escuela de Educación Técnica 9. Por ese entonces Fernando se ganaba la vida vendiendo arepas.
Francesca es licenciada en procesos gerenciales. Su esposo, operador, instrumentista industrial y mecánico mantenedor de plantas petroleras; trabajó para Petróleos de Venezuela hasta que lo obligaron a renunciar porque “se negaba a ir a las marchas” en favor del gobierno. “Estábamos desesperados”, reconoce, agobiados por la falta de agua durante un año y medio, cortes de luz que duraban hasta 10 horas al día y la obligación de hacer más de doce horas de cola, incluso de madrugada, para comprar una bolsa de alimentos una vez al mes.
En 2018, año que muchos señalan como el del éxodo venezolano, su esposo migró hacia Argentina y a los tres meses lo hicieron Francesca y su hijita, que hoy tiene 11 años. “Vendí mi casa, mi auto, mis cosas; me vine con ropa, una almohada y un cubrecama chiquito. Empezamos desde cero”, pero “yo no quería que mi hija creciera en el socialismo; no quería esa vida para ella”, confirma.
Su esposo trabajó como repartidor en bicicleta hasta que se compró una moto, luego fue Uber, cajero, fiambrero, carnicero y hoy lo ascendieron a supervisor en una empresa.
“Todo el que migra le echa más ganas”, admite Francesca, “pero lo cierto es que no tienes oportunidad de mirar atrás. Es todo para adelante. Y cuando te propones algo, lo consigues. Además, acá hay trabajo, aunque la situación no esté buena”.
Francesca
Vivieron en CABA durante dos años, donde Francesca estudió pastelería en el instituto de gastronomía de Gato Dumas, y decidieron mudarse a La Plata porque ella allá se sentía sola. “Aquí estaba mi prima y conseguí trabajo en una pastelería muy reconocida”, cuenta. Actualmente está de licencia porque en febrero le diagnosticaron leucemia mieloide crónica.
“En Argentina me han facilitado mucho el tratamiento; si me hubiera pasado allí no estaría contándolo”, compara.
Otro punto en común en las historias de estos inmigrantes es que tienen parte de su familia en Venezuela y al resto desperdigado por el mundo.
La madre de Francesca reside en Estados Unidos desde hace 13 años. Su padre, en Italia. Y el hermano en España.
Calmas, en tanto, tiene parientes en Inglaterra, Estados unidos y México.
Melva, a su hermana y sus sobrinos en Chile. “Mi hijo mayor fue el que más sufrió la separación y estuvo deprimido. Mi sobrino me llama todos los días y quiere que nos veamos”, cuenta emocionada; “todavía no he pedido asilo porque quiero poder regresar a mi país, pero mi mamá, que está en política actualmente, me dijo que ella está más tranquila si nos quedamos acá”.
El caso de Fernando es distinto. Militó como pastor de la iglesia cristiana mientras estuvo en Venezuela, pero sus hijos no quieren volver. “Ellos conocieron lo que se vivió allá y hoy se desarrollaron acá; sienten a Argentina como su casa. Tomamos mate, hablan con los modismos y la tonada argentina”.
En sus años de militancia política, cuenta Fernando, vio “de cerca lo que son los fraudes electorales. Soy testigo de eso. Sabemos cómo manipulan las máquinas y las memorias”. Pese a todo eso, los venezolanos confiaban en que esta vez podía ser distinto, “porque el pueblo se unió; hasta los chavistas”, apunta Melva. Montaron una celosa custodia de las máquinas desde la madrugada del domingo, aunque, a esta altura, nadie garantiza que Maduro ceda el poder.
Del total de venezolanos residentes en La Plata, fueron pocos los que lograron votar hace una semana. De hecho, Melva, Fernando y Francesca no pudieron, en el caso de esta última por cuestiones de salud: “Exigían requisitos que la mayoría no teníamos”, explican. “Muchas veces ustedes creen que nosotros exageramos, pero allí teneos a un poder Ejecutivo que secuestró todos los demás poderes”. De hecho, Calmas pudo comprobar que figura su voto en Venezuela.
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