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Paula Canelo
Doctora en sociología
El que diga que sabe cómo cambiará al mundo la pandemia de coronavirus miente o se equivoca. Y el que diga cómo cambiará a la Argentina, también. La situación de profunda excepción que vivimos hoy llama a guardar la mayor de las prudencias, y a suspender la astrología y el futurismo sobre cómo será el futuro. Y no sólo porque en este contexto que cambia día a día lo más seguro es que cualquier profecía tenga corta vida, sino por una cuestión de estricta responsabilidad, moral y política, como cada uno prefiera.
Hace unas semanas recorrió las redes sociales una hermosa sentencia que rezaba que, cuando todo esto pase, sería imperdonable seguir siendo los mismos. ¿Seguiremos siéndolo? Si no, ¿cómo nos cambiará este momento excepcional? ¿Habremos aprendido algo? Muchas preguntas de este tipo atraviesan hoy el debate público, mostrando, entre otras cosas, un humor social favorable a la modificación de las reglas, al menos de algunas, que rigen nuestra vida en sociedad.
Lo poco que sabemos hasta hoy es que la pandemia nos devolvió cierta sensación de igualdad, de pertenencia a una misma comunidad. De pronto, alteradas las rutinas, las certidumbres, la cotidianeidad, el “enemigo invisible” nos igualó. Hoy nos percibimos todos igualmente vulnerables ante su amenaza, todos igualmente inseguros, todos igualmente obligados a respetar las mismas pautas y a realizar los mismos sacrificios. Todos somos percibidos por igual como una amenaza para el otro. Y todos podemos ser afectados si los demás se afectan también, lo que transforma al problema del otro también, en un problema nuestro, y de todos.
Convengamos que no es poca cosa haber recuperado cierta sensación de igualdad con los demás, de que estamos todos en la misma, de que pertenecemos todos a la misma comunidad amenazada, después de tantos años de sentirnos todos tan lejos de los otros.
La pandemia nos igualó. Y, acto seguido, también nos mostró la profunda desigualdad en la que vivíamos. Una desigualdad que venía siendo denunciada por muchos sectores de nuestra sociedad, pero que era apoyada deliberadamente (y que lo fue hasta en las urnas, en las últimas elecciones) por muchos otros sectores.
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Hoy, nuestro vínculo con la desigualdad cambió. Entre algunos creció la conciencia del propio privilegio: tener una casa habitable, trabajo, un sueldo asegurado (o ahorros disponibles), educación, alimentos, salud, seguridad. Otros empezaron a mirar a los demás más de cerca (tal vez porque comenzaron a verlo más igual a sí mismos) y a sentirse más involucrados con los problemas que cotidianamente atravesaban los sectores más vulnerables de nuestra sociedad (trabajadores informales, desocupados, precarizados, pobres, indigentes), que hoy se generalizan, y que para algunos sectores comienzan a volverse abismales. Muchos reclaman más intervención del Estado, más solidaridad, más empatía. Otros perciben que esta pandemia tendrá costos profundos y de todo tipo, y reclaman un reparto más equitativo de esos costos, para evitar que los paguen los que pagan siempre, y que otra vez haya algunos, muy pocos, que no paguen nada.
De lo poco que sabemos hoy sobre cómo nos cambió la pandemia, sabemos que nos restituyó cierta percepción de igualdad. Y que nos reveló, inmediatamente después, que a pesar de ser iguales vivíamos en condiciones desiguales. Sin dudas, una importante modificación de la forma habitual en la que veíamos a nuestra sociedad hasta hace muy poco tiempo.
Y tal vez, sólo tal vez, un primer paso hacia una modificación de los vínculos que establecemos con el otro. Todo depende de cuál sea el segundo paso. Pero hoy es imposible saberlo.
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