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Espectáculos |Cine por Televisión

Qué no hay que ver : “The Prom”, el color de lo falso

Qué no hay que ver : “The Prom”, el color de lo falso

Meryl Streep, una de las estrellas de “The prom”

Germán Jaime

3 de Enero de 2021 | 05:22
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Esta columnita dominguera no pretende ensañarse con la comida chatarra audiovisual que nos inunda semana a semana en las pantallas sino, más bien, aportar al espectador algunas herramientas para atravesar el ruido de la sobreproducción de series y películas, evitarse disgustos, utilizar su tiempo para cosas más productivas. Sin embargo, confieso que en esta ocasión si habrá saña, y no habrá tanto afán de servicio.

Porque tengo un problema personal con Ryan Murphy, un tipo que cocina series como hamburguesas y que lleva años amparándose de historias de sensibilidad LGBTQ para narrar de forma desprolija y apresurada, desinspirada, fea y, lo peor de todo, embestidas en la creencia de su superioridad moral.

Usted quizás ni sabe quien es Ryan Murphy: el tipo se hizo conocido por “Glee” y desde entonces inició una carrera meteórica en la que se cuentan algunos éxitos nobles como “American Horror Story”, y otras aberraciones culebronescas y grotescamente maquilladas, como “American Crime Story”.

“The Prom” es la última entrega del prolífico autor que produjo y dirigió tres películas y cuatro series en este 2020, la mayoría para Netflix como parte de su lucrativo contrato con el canal. La película retrata a un grupo de actores en la lona que deciden, por marketing, apoyar a una jovencita a la que no la dejan ir al baile de fin de curso.

Las canciones (es un musical) son horribles. La película no se toma su tiempo para nada, salta de forma televisiva entre escena y escena como si hubiera que cumplir con la fecha de entrega (y Murphy, tan ocupado, seguramente tenía que continuar con otro proyecto) y como consecuencia no hay tiempo para sentir tristeza, melancolía, alegría, nada. Es un torbellino banal, que recorre solo superficies (filmadas sin inspiración, con colores saturados para disimular), que no se decide entre la parodia y la emotividad Disney siglo XXI, y por lo tanto resuena falsa, artificial (pero no en el sentido que cree Murphy, que llena todos sus proyectos de colores y artificios como “marca de autor”...).

Los actores quedan atrapados en el medio de este problema tonal, y hacen caricaturas de sí mismos. ¡Algunas son ofensivas, incluso! Cuando, al final, tienen que transmitir emoción y crecimiento tras dos horas de humor chabacano, cuando Murphy nos quiere hacer sentir de una manera, nos dice que nos tenemos que sentir así… nada suena real para la audiencia. Son solo palabras decoradas con ofensivo glitter, apropiación cultural del colorido desafío LGBTQ a la chatura del mundo. Y con fines de lucro.

 

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