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Jorge Remón
La polarización política extrema es una peligrosa, tal vez explosiva, realidad en diversos países en donde tradicionalmente se respetaron las instituciones republicanas fundamentales, entre ellas la independencia del poder judicial. Si esos principios son puestos en duda en naciones en donde rigieron durante siglos, es natural que en la incipiente democracia argentina encuentren un campo propicio.
La generalizada concepción según la cual “mi partido representa el bien y el otro el mal” está agotando las posibilidades del sistema democrático de superar los disensos pacíficamente y de manera civilizada. Si las derrotas electorales no son aceptadas, la consecuencia previsible es que se impongan las visiones totalitarias. A partir de autodefinirse como el único intérprete de la voluntad del pueblo, no se le concede justificación ni legitimidad a la existencia de expresiones políticas e ideológicas diferentes.
La pacífica alternancia en el poder es una cualidad exclusiva de las democracias que se convierte en imposible cuando a “los otros” se les niega el derecho a expresar, no ya pensamientos antagónicos, sino hasta discrepancias en matices. Ese es el camino que transitó Alemania hasta llegar al extremo máximo del totalitarismo con Hitler en el poder. Por izquierda o por derecha, son los atajos que hemos visto en América Latina con regímenes como los de Cuba, Nicaragua o Venezuela.
La polarización lleva consigo misma al sectarismo y ya no interesan los intercambios de ideas; mucho menos, las normas de convivencia. Una muestra es lo que está ocurriendo en estos días en los debates legislativos de la Argentina, que se transformaron en simples cruces de acusaciones, con frases cortas e insultantes, sin contenido real ni propuestas que indiquen cómo salir del estancamiento económico. Por eso, la ciudadanía les da la espalda a esos grupos, cansada de la agresividad y de la falta de propuestas para impulsar el cambio estructural que el país necesita. Crece el porcentaje de ciudadanos que prefieren no votar, pero la abstención es también una forma de erosionar la democracia. Sin participación, el sistema comienza a agrietarse. Término muy preciso en esta época de la brecha y la polarización, que hasta se manifiesta en las reuniones familiares, en las que se evita hablar de política.
Por esa concepción binaria, que no es propiedad exclusiva de los dirigentes políticos, la grieta es cada vez mayor. Especialmente la llamada nueva derecha, que irrumpió en Estados Unidos y en Europa (¿y también en la Argentina?) plantea que debe librar una guerra contra la cultura social dominante (¿woke dominante?) a la que desafían con banderas que postulan marginar de la vida social a los que piensan diferente, a los homosexuales y otras minorías y a quienes rechazan la idea de que el autoritarismo pueda ser la base de una construcción social. Ese es el desembarco de una fuerza dispuesta a una guerra total contra el sistema y los valores de la libertad.
“La polarización lleva consigo misma al sectarismo y ya no interesan los intercambios de ideas; mucho menos, las normas de convivencia”
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El pensamiento binario nos retrotrae a lo más primitivo del desarrollo de la especie humana, cuando cada individuo se sentía seguro en su cueva en la que el macho dominaba a la hembra, físicamente más débil, y a los cachorros en sus primeros años, y todo el que se acercaba era visto como un enemigo. Fuera de la cueva se sentían amenazados por los otros, por los animales y por todo lo que no dominaran. La evolución más significativa de la especie humana fue cuando el hombre aprendió a convivir con otros, y se formaron pequeños clanes, aunque estaban conducidos por el más fuerte. Cada tribu desconfiaba de todas las demás; a “los otros” se los veía como malos o peligrosos. “Nosotros somos los únicos que podemos ayudarnos y los demás son enemigos”. Ese pensamiento binario parece estar prevaleciendo en la sociedad, y entre los argentinos solo hay blanco o negro, patriotas o traidores. Las polarizaciones que han caracterizado la vida de los argentinos y que lamentablemente persisten son un retroceso que impiden el desarrollo social, político, educativo y económico del país.
Sin embargo, una y otra vez caemos en la trampa de votar “en contra de”, y no en favor del que genera nuestra adhesión por sus propuestas y valores. Si el candidato con el que coincidimos no tiene posibilidad de ganar, votamos contra, es decir, sin la convicción de que pueda triunfar el partido cuyos principios nos parecen mejores. Ese primitivismo ha llevado a la polarización que nos encierra dejándonos sin la esperanza de que exista una posibilidad diferente a la de los dos grupos mayoritarios. Pero la hay. Entre las terceras fuerzas se distinguen algunas que prefieren exponer su pensamiento y que, por evitar discusiones agresivas a los gritos, desgraciadamente suelen pasar desapercibidas.
Tal vez sea la hora de evolucionar, algo que distingue a la especie humana, y comprender que los matices son fundamentales, y que en la vida social, es imprescindible que abandonemos las actitudes binarias en todos los aspectos, pero especialmente en los políticos. Entre el blanco y el negro, hay una amplia gama de grises de enorme valor. Podemos votar por una de ellas y participar de las elecciones, aunque las agrupaciones mayoritarias no nos atraigan. Todavía se puede creer que vale la pena ayudar a aquellos cuyos ideales compartimos, aunque no ganen en la próxima elección. Si rechazamos la polarización, abrimos un camino superador de las destructivas antinomias que condujeron al estancamiento económico, social, educativo y político. Eso es lo que exige la lucha por la vigencia de la democracia y el bienestar general
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