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“Space Dogs”: todos los perros van al cielo

En su día final, el FestiFreak muestra este estremecedor documental sobre los viajes espaciales soviéticos protagonizados por canes

“Space Dogs”: todos los perros van al cielo

Los primeros perritos astronautas no la pasaban bien

Pedro Garay

Pedro Garay
pgaray@eldia.com

31 de Octubre de 2020 | 05:45
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Generaciones enteras miramos, cuando éramos chicos, la cinta animada “Todos los perros van al cielo”, una historia de premisa bastante hilarante sobre un pastor alemán estafador que quiere ingresar al Paraíso, que se convirtió en un éxito en los viejos videoclubs por una sencilla razón: todos los niños de los 90 querían, aunque fuera de forma inconsciente, aunque no supieran bien qué era la muerte, que sus perros, esos que a veces desaparecían misteriosamente para correr en el campo de algún tío desconocido, fueran al cielo.

En la Unión Soviética que colapsaba justo cuando se estrenaba aquel filme, les cumplían el deseo a esos niños (como dice el refrán, hay que tener cuidado con lo que se desea). El programa espacial soviético mandó hacia el cielo medio centenar de perros callejeros durante dos décadas, con el mismo destino que tenían los perros del filme animado y los nuestros: quizás el cosmos, quizás la nada.

Aquellas misiones son relatadas de forma fantasmal por la voz en off de “Space dogs”, cinta rusa que se puede ver en el FestiFreak de forma gratuita, y que se ubica en las antípodas de las fábulas tranquilizadoras que ha contado el cine con perros: el documental utiliza imágenes de archivo que revelan la terrible explotación de aquellos animalitos en nombre del progreso, y las combina con metraje de los perros callejeros en la Rusia actual, imágenes crudas, por momento tristes, por momento salvajes, violentas, difíciles de digerir. Imágenes, tanto las del pasado como las del presente, que invitan a trazar paralelismos con la dureza de la vida de los desamparados, la soledad absoluta ante el cosmos y la crueldad del hombre, tan cruel con aquellos chuchos como los perros callejeros de la áspera Moscú son con su presa, en una particular escena que invita a alejar la mirada: si los perros son el gato de los científicos, nosotros, los espectadores, ante esta película, somos ese gatito que atrapan los perros de la calle rusos.

Nadie quiere mirar películas con perritos para eso, como hace años saben los ejecutivos de los estudios de Hollywood que ofrecen canes basquetbolistas, aventureros, en definitiva felices. Alguna parte de nosotros sospecha que para encestar un doble, el pobre de Buddy debe haber superado experimentos similares a los de los canes soviéticos o el chimpancé que abre el filme vestido de gala: como los perros que viajan a las estrellas, la historia de los perros que se convirtieron en estrellas no debe ser una buena historia (aunque un corto documental que también se muestra en el festival, “The hardest working cat in showbiz”, retrato del mito de Orangey, un gato que habría participado en un centenar de filmes, podría quebrar esta noción). Pero nadie quiere saberlo. “Space Dogs” confronta al espectador con esas realidades: no parece casual que la cinta lleve el mismo nombre que una feliz película animada rusa sobre perritos que viajan al espacio de 2010, ni que comience, como un cuento de hadas, proclamando que “había una vez”. Esto, habrán pensado los directores, Elsa Kremser y Levin Peter, con una sonrisa torcida, no es un cuento de hadas.

Pero claro, insisto, nadie quiere enfrentar estas realidades, menos en cine con perritos. Nadie quiere saber con certeza qué pasa con su mejor amigo canino tras el final; tampoco a qué extremos estamos llegando como humanidad en nombre de la civilización. Recuerdo, de pequeño, cómo miraba de forma obsesiva, un par de veces por semana, la película “Volviendo a casa”: no la miraba por el excelente doblaje de Michael J. Fox, la veía en loop para convencerme de que mi perro encontraría el camino a casa así quedara varado al otro lado del país. Era una forma de dormir tranquilo, una cápsula audiovisual de melatonina.

A uno le gustaría creer que esos dias de loops tranquilizadores han quedado atrás: al contrario, vivimos en tiempos donde este consumo de series y películas como calmantes ha provocado una caterva de productos audiovisuales complacientes, fabricados en serie como el Prozac. No es juicio de valor: a menudo me encuentro en extrañas madrugadas atrapado en ese insomnio sin nombre, sin razón, presintiendo esa sensación que quiere ser angustia pero que no anima a salir a la superficie, mirando una de las tantas ficciones hechas en serie que ofrece el catálogo de Netflix. Quizás retrasen la posibilidad del riesgo y la aventura cinéfila, pero pueden ser tan buena compañía para la soledad como un perro.

 

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