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DRA. MARIANA ELENA CANO (*)
La dignidad como principio fundamental de los ordenamientos jurídicos modernos ha sido consagrada en el artículo 51 del Código Civil y Comercial de la Nación que rige en nuestro país desde el año 2015. En tal sentido, se percibe a la persona humana como inviolable, merecedora del máximo respeto en todos los aspectos que componen su autorrealización y concreción de los llamados “derechos personalísimos”, como un fin en si misma y, por ello, recipiendaria de todas las garantías que, a través de la ley y de la Constitución Nacional, constituyen el modo efectivo de su protección.
Ahora bien, la manera de asegurar no solo el reconocimiento de tales derechos esenciales sino, especialmente, de garantizarlos tanto en su efectiva posibilidad de realización como en su defensa, va de la mano de un Estado de Derecho que, en primer lugar los reconozca, luego los respete y coadyuve a hacerlos posibles desde el diseño de políticas de gobierno idóneas y, por último, los defienda cuando los mismos sean atacados.
La denominada “constitucionalización del derecho privado” ha sido uno de los ejes que inspiraron la actual normativa civil. Su esfera de actuación comprende legislar sobre la base de una comunidad de principios inspirados en la Constitución Nacional, los Tratados sobre Derechos Humanos, el derecho público y el derecho privado.
Sin embargo, para que las normas que cumplan este requisito puedan proyectarse con un sentido de justicia, han de ser aplicadas conforme a los parámetros que guían los valores propios de una sociedad democrática, nacida a la luz del respeto por los valores humanos enarbolados en el ideario de un sistema republicano, cimentado en la filosofía política liberal, tal como fuere concebido por nuestros constituyentes de 1853 y 1994.
Precisamente, nuestra Carta Magna, forjada como fruto de la madurez de una Nación que dejó atrás las luchas intestinas y consolidó la máxima garantía en el reconocimiento de los derechos subjetivos y los valores republicanos, requiere el mayor de los respetos por el sistema de división de poderes y el fortalecimiento de quienes tienen en sus manos garantizar el cumplimiento de los derechos esenciales, vale decir, el Poder Judicial.
Este objetivo ha de ser el atalaya que, como sociedad democrática, nos conduzca con claridad hacia la plena realización de los derechos fundamentales. Mejorar la calidad institucional de este Poder, propender a forjar la idoneidad profesional y personal de los jueces, aplicar con celeridad y eficacia los mecanismos constitucionales que marcan la responsabilidad de los magistrados, entre otras medidas adecuadas al mejoramiento de las instituciones y las personas, no deben dejar de ser una prioridad siempre vigente en todo Estado que se precie de honrar los valores que enaltecen a la persona en su existencia tanto individual como social.
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Es por ello que, ante la inquietud planteada por algún sector de la sociedad que pretende reformar la Constitución en punto a solventar una elección popular de los jueces, no podemos dejar de reflexionar y llamar la atención sobre las consecuencias que tal desnaturalización de la forma republicana de gobierno traería aparejada.
Los derechos reconocidos en nuestra Carta Magna y en las legislaciones de menor jerarquía, solo pueden garantizarse a través de la intervención de un Poder Judicial independiente, libre de cualquier especulación política, nacido y desarrollado bajo la égida de la idoneidad, el decoro y la probidad personal de sus miembros.
(*) Pro Secretaria Académica de la Facultad de Ciencias Jurídicas de la Universidad del Salvador (USAL)
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