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Gonzalo de León
eleconomista.com.ar
Muchos analistas ven en los aumentos de productividad un elemento clave para alcanzar los progresos materiales a los que toda comunidad aspira, y que, con especial razón, ansía una sociedad como la argentina, que, más allá de la pandemia, acumula una década de estancamiento económico.
Esta mirada positiva respecto de la productividad se deriva de entender que los avances en este campo -esto es, el logro de un uso más eficiente del capital y de la mano de obra- generarían un incremento de la producción, posibilitando así una expansión de los niveles de consumo sin que esto tenga como contrapartida un endeudamiento insostenible.
Pese a ello, la productividad es un término que en múltiples ámbitos de nuestro país tiene “mala fama”. Son muchos quienes la asocian a la explotación laboral y la vulneración de derechos, o que la conciben como un valor propio de ciertos círculos (¿la burguesía? ¿La oligarquía?), que necesariamente significa un perjuicio para las mayorías populares. No negamos aquí que en la búsqueda de la productividad se han cometido, se cometen y -seguramente- se cometerán desatinos varios en perjuicio de los trabajadores directamente involucrados.
Pero sí afirmamos que estos perjuicios no son en absoluto algo que necesariamente deba ocurrir cada vez que se mejora la eficiencia, como así también que la mera posibilidad de desvíos en modo alguno implica que deba resignarse aquel objetivo.
Condenar a la productividad solo porque hay quienes en su nombre cometen inequidades equivaldría a censurar valores tales como la libertad o la justicia solo porque en su búsqueda hay fallas. Lo que cabe hacer en todos los casos no es resignar las metas sino redoblar los esfuerzos para evitar tales desviaciones.
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El incremento de la eficiencia es clave para poder aumentar los bienes y servicios disponibles de manera sostenida y, consecuentemente, los estándares de vida. Que un país desista de elevar su productividad es casi sinónimo de renuncia a cualquier mejora permanente del bienestar material de su población.
Juan Domingo Perón -que seguramente no será acusado de “antiobrero”- en 1954 afirmó: “Organizada la economía y planificada la acción, nosotros podremos mejorar el estado de nuestras empresas y el estándar de vida de nuestro pueblo solamente produciendo más. Produciendo más bajaremos los costos y los precios, y el poder adquisitivo de cada uno aumentará. Si producimos más, aquí no habrá ningún problema, y la economía y las finanzas argentinas estarán aseguradas en la forma más imperturbable. Si no producimos más, es inútil que tengamos ambiciones de ganar más y de estar mejor. Ese es un dilema de hierro en el que nuestra economía está encerrada”. El líder justicialista fue incluso más allá y sostuvo también que la productividad es “la estrella polar que debe guiarnos en todas las concepciones económicas y en todas las soluciones también económicas”.
Posiblemente podríamos encontrar palabras de Perón no tan favorables a la postura que aquí sostenemos, y debemos admitir que a lo largo de la historia en más de una ocasión las administraciones justicialistas adoptaron medidas que en poco contribuyeron al logro de mejoras en la producción.
Pero quedémonos con que, tras el fuerte expansionismo de los primeros años de su presidencia, cuando las posibilidades de un crecimiento basado en la demanda estaban ya agotadas, el “primer trabajador” fue capaz de reformular su política económica -al menos desde lo discursivo- y colocar a las inversiones y a la eficiencia en un lugar destacado, tal como lo reflejan las citas previas. Todo esto podría servir de invitación para que quienes, casi como en un acto reflejo, rechazan el concepto de eficiencia, por lo menos consideren reflexionar sobre su posición.
La productividad no es -o al menos no debería ser- una bandera exclusiva de un sector político, sino que, por el contrario, debería constituir un objetivo común, especialmente relevante en la hora actual, en donde la necesidad de progresos económicos es una urgencia de primer orden. Empresarios y trabajadores, gobierno y sociedad civil, oficialismo y oposición, deberían embarcarse en esa tarea compartida.
Esto no implica desconocer que la búsqueda de avances en la materia genere, eventualmente, conflictos de intereses, o que haya matices en el orden de prelación que cada uno le asigna respecto a otros objetivos. Pero sí afirmar que debe ocupar un lugar destacado y permanente dentro de las metas de la sociedad argentina, independientemente de quienes circunstancialmente ocupen las máximas posiciones gubernamentales.
El premio Nobel de economía Paul Krugman dijo alguna vez que “la productividad no lo es todo, pero a la larga es casi todo”. Adhiriendo a sus palabras, resta abogar por que los esfuerzos en pos de mejoras de la productividad nos involucren a todos, o, al menos, a casi todos.
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