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Información General |OCURRIÓ EN LA PLATA

Shemp (o Curly), Larry y Moe: en “Incunables pero inflamables”

Para abrir una caja fuerte usaron un soplete y quemaron 10 millones de dólares. Detalles nunca revelados del robo a la Universidad de La Plata de una valiosa colección de libros impresos en el año 1.400

Shemp (o Curly), Larry y Moe: en “Incunables pero inflamables”
Hipólito Sanzone

Hipólito Sanzone
hsanzone@eldia.com

8 de Mayo de 2022 | 02:51
Edición impresa

 

“Yo escuché que el tipo dijo incalculable”.

La melodía es una variación de “Listen to the Mockingbird” (Escucha al Ruiseñor), y es una de las más populares de ese repertorio de aperturas de los capítulos de “Los Tres Chiflados”. Fue compuesta por Richard Milburn con letra del cantautor norteamericano Septimus Winner. Es la de los pajaritos y el “laralá, la, la, laralala”. Y, vaya paradoja, la original fue concebida como una canción triste en la que un hombre escucha a un ruiseñor sobrevolar la tumba de su amada. Es la banda de sonido ideal para la historia del robo que causó el mayor daño patrimonial a la Universidad Nacional de La Plata en toda su historia. El asunto de los Libros Incunables.

“Fue clave un andamio que unos pintores habían dejado en 7 y 61”

 

En la madrugada del 18 de julio de 1988, del edificio de la Biblioteca de la Universidad Nacional de La Plata, en Plaza Rocha, se robaron una vieja caja fuerte de pura fundición, de 100 kilos de peso y con 10 millones de dólares adentro. En rigor, ese dinero no estaba en efectivo pero sí en el valor estimado entonces (aunque siempre se dijo que se habían quedado cortos) de los 12 Libros Incunables que la Provincia le había entregado a la Universidad en 1905 y que se agrandó en 1935 cuando el Estado bonaerense decidió la compra de la llamada “Colección Fariny”.

UN SAGRARIO

Eran joyas. Únicas, irrepetibles, imposibles de calcular su valor por haber sido impresas en imprentas hasta tal punto primitivas que aún estaban en la cuna.

Entre ellas, un ejemplar de “La Suma Teológica”, de Santo Tomás de Aquino impresa en Mangucia en 1471; el “Libro de los Remedios Contra Una y Otra Fortuna”, los “Aurea Verba”, de Egidio de Asís y piezas de Petrarca, Cicerón, Tito Livio, Jenofonte, Arato de Solís, Adriano de Cartago, Juan Pevz.

Además de la pesada caja fuerte que sacaron del despacho del entonces director de la Biblioteca de la UNLP, Carlos José Tejo, había en otro despacho otra caja más chica y de fácil apertura con unos 5.000 australes dentro de un sobre como caja chica. Y un neceser con varias medallas que Joaquín Víctor González, el padre de la Universidad de La Plata había donado allá por 1905.

Nadie vio ni oyó entrar a los ladrones y mucho menos salir con la pesada carga que bajaron por una escalera después de entrar al edificio por una ventana desde un andamio que unos pintores habían dejado apoyado sobre la esquina de 7 y 61. Usaron esa noche el baúl de un Torino blanco chapa B 1.365.040.

Se entusiasmaron creyendo que en la caja había lingotes de oro

Nadie se percató, ni siquiera Ismael Malec, un hombre que solía dormir en el lugar y que tenía 38 años de servicios en la UNLP. Un año antes, los tres serenos con que contaba el edificio se habían acogido al retiro voluntario y solo quedó Malek que se desempeñaba en otras tareas pero no de vigilancia. El hombre contaría a la policía que esa noche oyó “una acelerada muy fuerte”, como a eso de las 2 de la madrugada.

En la mañana siguiente, cuando se descubrió el robo, la directora adjunta de la Biblioteca, la profesora Amelia Aguado de Costa estaba desolada, le costaba contener el llanto. “Los guardábamos como en un templo se guarda un sagrario. Venía gente importante a La Plata a verlos. Es una síntesis del arte de la imprenta de entre el 1454 y el 1497”. Costa explicaría que más allá de la cuestión de seguridad, esa vieja caja fuerte de pura fundición, era una garantía contra la humedad y que por eso los Incunables estaban ahí.

Profesora Costa

LA PANTERA ROSA

Para darle más dolor e incertidumbre al asunto, rápidamente llegó un dato inquietante. El año anterior habían robado una colección del siglo XV de la Universidad Nacional del Sur, en Bahía Blanca, valuada entonces en 500 mil dólares. En menos de lo que tarda en calentarse una pava para el mate ya se hablaba de una banda internacional especializada en el robo de obras arte.

Por tratarse de un hecho ocurrido en el ámbito de la Universidad, la investigación quedó en manos del Juez Federal Manuel Blanco, que confió las diligencias de instrucción al titular de la comisaría Novena, Raúl Santiago Rivas. El escándalo generado por la importancia de lo robado alcanzó rango nacional e internacional y de ahí el ingreso de los servicios de inteligencia.

La investigación sugerida por “los servicios” tomó un rumbo digno del inspector Clouseau que interpretó Peter Seller buscando al ladrón del Diamante Pantera Rosa. Y así se “fabricó” un señuelo: tres supuestos coleccionistas extranjeros debían llegar a la Ciudad y alojarse en el mejor hotel para que corriera el chisme de que “ya había gente dispuesta a pagar por esos libros robados”. Para darle credulidad a la puesta en escena se contó con tres agentes que hablaban inglés y que fingían saber muy poco español. Llegaron en la mañana del 20 de julio al Hotel Corregidor, frente a la Plaza San Martín para ocupar las tres mejores habitaciones disponibles. Eran dos hombres y una mujer impecable pero sobriamente trajeados que se comunicaban entre susurros. En cuestión de horas el rumor de los coleccionistas que habían venido a llevarse los Incunables se instaló en la noche de la Ciudad desde el Bar Bolas hasta el pool de Plaza Italia pasando por el Costa y por cuanto bar de reunión de taxistas y gente de la noche hubiese.

Mientras los “coleccionistas” alojados en el Corregidor matizaban la espera dando cuenta del contenido de los frigobares, la investigación externa echaba mano a los manuales para dibujar un mapa que permitiese saber quiénes habían tenido acceso a la oficina donde estaba la caja fuerte con los Incunables. Se hizo entonces un listado con nombres de empleados, colaboradores, estudiantes y otras personas con intereses académicos en el lugar. Mientras esto ocurría, la tortuga se les escapaba, lentamente, como hacen las tortugas.

La joyería donde vendieron algunas medallas

SE OFRECE PULIDOR

Es que olvidaron que alrededor de un mes antes del robo las autoridades de la Biblioteca habían decidido darle una lavada de cara al lugar y entre otros trabajos optaron por pulir los pisos de noble madera del despacho del director. Un aviso clasificado en el diario EL DIA en el rubro “Se Ofrece”, permitió contactar a Héctor Oscar Romero, que por entonces andaba por los 35 años, un vecino de Ensenada en el límite con Berisso que rápidamente aceptó el trabajo y durante dos jornadas se instaló en el despacho del director de la Biblioteca y dejó el piso como nuevo.

En una de esas mañanas de darle y darle a la pulidora Romero vio que un empleado abría la caja fuerte, sacaba un sobre con dinero, retiraba algunos billetes y volvía a guardar el sobre. En ese abrir y cerrar el hombre creyó ver un brillo, algo que lo encandiló y que vaya a saber por qué razón se le antojó que eran “lingotes de oro”. Para colmo, un rato antes había oído al mismo empleado charlar con otro sobre la caja fuerte y su contenido. Y ahí luego le juraría a sus cómplices haber oído la palabra “incalculable”. ¿Es posible que Romero no haya tenido la menor idea de la diferencia entre lo incalculable y lo incunable?

Fue clave un andamio que unos pintores habían dejado en 7 y 61

“Afuera están pintando, hay un andamio, y la ventana es de esas viejas que se abren de un empujón”, dijo esa misma noche, entusiasmado, ante las miradas incrédulas de Manuel Peón y Claudio Potunisky.

El “Potu” Potunisky era el dueño del taller mecánico en Génova entre 150 y 151, de Berisso, donde solían reunirse conversar y matear. Ante la propuesta, el mecánico dijo que no quería saber nada con el asunto. Pero acaso para no quedar mal con sus amigos ofreció su taller y después su soplete para que pudieran abrir la caja con los lingotes de oro que Romero juraba y perjuraba haber visto.

“Parece pesada pero la podemos arrastrar con una frazada, yo dejé los pisos como un espejo. Después habrá que hacer fuerza para bajarla por la escalera”.

Policías y Bomberos hicieron fuerza para sacar la caja del canal

APARECE EL ALEMÁN

Esa misma madrugada del 18 julio la caja fuerte adornaba el centro del taller del Potu. Al no poder entrarle por el frente y desistir de involucrar a algún cerrajero, Los Tres Chiflados le entraron a la caja por detrás, con soplete. Gastaron un tubo y medio de “oxígeno” y transpiraron la gota gorda por el calor que irradiaba la caja de fundición sometida a 1.400 grados centígrados. Acaso el aroma de la soldadura les impidió percibir el otro olor que emanaba de la caja ya herida de muerte. La casi totalidad de los Incunables habían quedado reducidos a unas cenizas negruzcas de entre las que podían verse unas páginas a medio quemar, irreconocibles. En medio de ese zafarrancho les había quedado el neceser con las medallas de Joaquín V. González y los 5.000 australes que se llevaron de la otra caja fuerte. Algunas medallas tenían incrustaciones de oro y eso les sirvió como modesto consuelo ante la soberana ausencia de los lingotes de oro.

El primero en salir a buscar comprador para las medallas fue Romero, que regresó de una recorrida por la porteña calle Libertad con 4.000 australes y la noticia de que lo mejor era que alguien cortara las medallas para sacarles el oro. Seguir ese consejo los perdió. Fueron a ver a Juan Klaus, conocido en Ensenada y Berisso como “El Alemán”, un hombre que decía haber combatido, como soldado raso, en la Segunda Guerra Mundial. El chatarrero cortó las medallas y se quedó con una gran duda que sus clientes no le quisieron evacuar. ¿De dónde las habían sacado?

“Cenizas o libros, algo tiene que aparecer”

Raúl Santiago Rivas,
Comisario

 

Mientras esto ocurría, el robo de los valiosísimos Libros Incunables estaba en boca del mundo entero, sin exagerar, de manera literal. Los “coleccionistas” del Hotel Corregidor seguían alertas mientras casi que no le daban respiro al servicio de bar a las habitaciones.

En la mañana del 5 de agosto de 1988 el Alemán se puso sus mejores ropas y se presentó en el edificio de Plaza Rocha. El director lo recibió enseguida cuando le dijeron que un hombre venía a verlo por el asunto de los Incunables. Klaus fue derecho a los bifes: “Me dan 250 mil australes y les digo donde están”. Era mucho dinero. Un departamento en el centro andaba por los 75 mil australes. En un abrir y cerrar de ojos a Klaus lo habían agarrado de las pestañas y metido en un calabozo de la comisaría Novena. Pero el juez Blanco desistió de procesarlo por tentativa de extorsión y como estrategia se echó a correr la noticia de que “alguien” había dejado un mensaje anónimo en la conserjería del Hotel Corregidor, a todas luces dirigido a los “coleccionistas extranjeros”.

“Si quieren volver a ver los libros páguenme 250 mil australes”, decía el supuesto mensaje. Klaus fue liberado pero el juez dio orden de seguirlo hasta abajo de la cama. Y así se llegó al taller del Potu.

En otra caja estaban las medallas de Joaquín V. González

LINGOTES DE ORO

No es cuento cuando se insiste en que la realidad supera siempre a la ficción. Por caso, el asunto de los Incunables no quedó impune por un inesperado alineamiento de planetas en el que se reunieron una decisión de la intendencia de Berisso y la bajante del Río de la Plata. Los Tres Chiflados habían planeado deshacerse de la caja fuerte tirándola al canal de la Avenida Génova, a metros del taller. Calcularon que con semejante peso quedaría clavada en el fango y nunca más se sabría de ella. No contaron con que al otro día, el 10 agosto, la municipalidad haría tareas de dragado para limpiar el canal y, como si fuera poco, se daría una sensible bajante del río. A las 4 de la tarde casi medio cuerpo de la caja asomaba entre el agua oscura, cerca de la llamada Curva de los Inmigrantes, a la vista de quienes iban y venían en auto, micro, camión o bicicleta hacia Berisso o La Plata.

A las 5 y media, cuando la luz solar empezaba a aflojar. Romero se metió al canal con una pala para tratar de enterrar la caja. Antes de las 6 de la tarde, el comisario Rivas se lo llevaba preso y con él a los otros dos Chiflados.

“Adentro hay lingotes de oro y escuché que decían incalculables”

 

Romero confesó que había obtenido otros 4.000 australes por las medallas cortadas. Metieron preso a “Josecito”, el dueño de una compra-venta de 7 entre 47 y 48 donde además encontraron unas armas de guerra y relojes caros de dudosa procedencia. También cayeron en la volteada unos hermanos de apellido Dicino, dueños de otra “cueva” en la calle Libertad. Y el suegro del Potu al que fueron a detener a Dolores creyendo que el hombre algo tenía que ver.

“Nosotros no vimos ningún libro”, dijeron los Tres Chiflados y así se mantuvieron para desazón de las autoridades de la UNLP. El robo estaba aclarado pero los Incunables no aparecían y empezaba a crecer la hipótesis de que, pese a sus enérgicas desmentidas, Los Tres Chiflados los habían cocinado con el soplete.

El juez ordenó la reconstrucción del hecho

Acosado por el periodismo, el comisario Rivas se despachaba entonces con una frase que algunos calificaron de poco feliz pero que contenía la realidad en su más puro estado: “Cenizas o libros, algo tiene que aparecer”, dijo, y agregó que la investigación a partir de ahí seguía los protocolos de un secuestro. Los secuestrados eran los Incunables y los secuestradores los tres detenidos que negaban serlo.

El 20 de agosto, abrumado por la situación porque además había violado la libertad condicional de que gozaba, Romero contó que sí, que el soplete le había dando tanto calor a la caja que cuando la abrieron casi se intoxican del humo de papel quemado que los atacó.

“Nosotros pensamos que había lingotes de oro que no se iban a quemar”, dijeron.

Tejo, director de la biblioteca

El confeso dio más detalles y dijo que las cenizas y algunas páginas chamuscadas las había metido en una bolsa de arpillera con unas piedras y que la había tirado al canal “de YPF”, desde el puente que separa a Berisso de Ensenada. El juez consideró que era inútil montar un operativo y recurrir a un buzo para recuperar “eso” que quedaba de los valiosos Incunables.

Vaya a saber si alguna vez un pibe pescador de mojarras, en la zona de las Cuatro Bocas, no habrá visto flotar río arriba uno de aquellos pedacitos de papel renegrido.

Impresos entre el 1400 y el 1500

 

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