

una imagen histórica del momento en que los 16 sobrevivientes son encontrados en plena cordillera /telam
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Medio siglo después de que un avión se estrellara contra la Cordillera y dejara 29 muertos y 16 sobrevivientes, el recuerdo de aquella lucha colectiva por sobrevivir en la nieve sigue intacto y generando admiración
una imagen histórica del momento en que los 16 sobrevivientes son encontrados en plena cordillera /telam
Fue un 12 de octubre cuando los chicos del Colegio Old Christians de Montevideo viajaban para participar de un torneo de rugby en Chile y quedarse a pasar unos días de vacaciones. Amigos y familiares llegaron al aeropuerto de Carrasco para abordar el avión alquilado de la Fuerza Aérea que salió de Uruguay hacia Mendoza, donde hicieron una escala debido al mal tiempo. Luego de la escala, reanudaron el vuelo rumbo a Santiago y, cuando cruzaban la cordillera, una equivocación del piloto y malas coordenadas recibidas provocaron que el avión cayera en una serie de pozos de aire y se estrellase contra una montaña.
Fue el final para muchos. Pero también, a casi 4 mil metros de altitud y en medio de una nada blanca, abismal, el principio de una historia que recorrió el mundo y de la que hoy se cumplen 50 años.
Al conocer la noticia, el recordado artista uruguayo Páez Vilaró -que tenía a su hijo Carlos en ese avión- se trasladó al lugar y se sumó al operativo de búsqueda y rescate organizado por el gobierno transandino de los 40 pasajeros del equipo y 5 tripulantes.
La búsqueda era frenética, pero no había noticias de los ocupantes de la nave Fairchild F-227 y, luego de ocho días, se dio por muerto a los accidentados. Ante ese panorama, el artista uruguayo no se dio por vencido: en una época de tormentas continuas y tensiones políticas, reclutó voluntarios, consultó videntes y se internó en las montañas en una búsqueda desesperada de su hijo.
A 72 días de ocurrido el accidente, su perseverancia dio frutos: ante la incredulidad de muchos se hallaron 16 sobrevivientes de la tragedia y entre ellos estaba Carlos Miguel.
Años más tarde de ese trágico momento, Páez Vilaró escribió en su libro “Entre mi hijo y yo, la luna”: “Cuando la luna aparece detrás de las montañas pienso que mi hijo seguramente la estará observando. Tal vez sea lo único que ambos podemos ver sin vernos y nos sirva de espejo para mantener nuestras imágenes estrechamente unidas”.
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Roy Harley, uno de los sobrevivientes, recuerda medio siglo después de aquella tragedia que la primera noche que pasó en la cordillera era una noche sin luna, de cielo nublado, tormentoso. Escuchaba gritos. Una mujer chillaba. A sus pies, un chico al que le faltaba un pedazo de cara se atoraba con la sangre. “No tuve el coraje de arrimármele, de agarrarle la mano, de reconfortarlo. Yo tenía miedo. Tenía mucho miedo”, recuerda, y agrega sin dudar: “para los que creemos que existe el infierno, yo esa noche viví el infierno”.
Pero Roy, asegura, no tiene pesadillas ni sensaciones de tormento. Ni siquiera con el elemento de la historia que generó más curiosidad y controversia: la antropofagia. “Yo lo pregunto en todas las conferencias: ‘¿Alguno de ustedes no lo hubiera hecho?’ y nadie levanta la mano”, dice sobre la decisión de alimentarse con el cuerpo de los muertos.
Diez días después de aquel fatídico viernes 13, a través de una radio que aún funcionaba, los sobrevivientes se enteraron de que la búsqueda del avión había sido suspendida. Los habían dado por muertos. Fue entonces cuando decidieron que había que “dejar de esperar para empezar a actuar”. La única salida era escalar las montañas y buscar ayuda.
Tras semanas de preparación, el plan imposible se puso en marcha el 12 de diciembre y terminó con Fernando Parrado y Roberto Canessa, los dos voluntarios que culminaron los nueve días de travesía, topándose con el arriero Sergio Catalán en la remota localidad chilena de Los Maitenes.
“Lo que elegimos fue pelear, pelear, pelear. Pelear hasta el final”, coincide Roy. De los 16 sobrevivientes, algunos decidieron alejarse del ojo público bajo el cual quedaron desde el 22 de diciembre de 1972, cuando sucedió el rescate que maravilló al mundo. Otros eligieron tomar la bandera de su historia y transmitir sus aprendizajes en conferencias alrededor del globo.
Roberto Canessa, por su parte, hoy médico, mantiene intacto el recuerdo de lo que ocurrió hace medio siglo. “Tuvimos que crear una sociedad de la nieve con parámetros totalmente diferentes donde la muerte era parte -cuenta-, nuestros amigos muertos eran la comida…”
Según su recuerdo, no sólo el estar aislados y sin nada en medio de la montaña fue una experiencia traumática sino el regreso a la vida normal, luego del rescate. “Una vez que volvimos a nuestros hogares nos costó volver a adaptarnos a la cotidianeidad -asegura-. Me resultaba raro acostarme en la cama y poder separar las piernas...había toda una adaptación a la montaña que cuando salimos nos encontramos con un mundo totalmente diferente. Caminábamos por la calle y si pasaba un camión cerca sentíamos que era un alud…”.
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