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Carlos Barolo
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Donald Trump nunca fue un hombre de sutilezas. Su estilo político, basado en la provocación y la humillación del otro, ha convertido la diplomacia en una suerte de ring de boxeo verbal donde los modales y las jerarquías internacionales quedan reducidos a una caricatura de sí mismas. Su segunda presidencia, lejos de moderar ese impulso, lo ha profundizado: Trump gobierna a fuerza de exabruptos, condicionamientos y desplantes, como si el poder de los Estados Unidos fuera una extensión de su temperamento.
El último episodio —un condicionamiento público al presidente argentino Javier Milei— confirma que sus groserías no son accidentes retóricos, sino un método. “Si Milei pierde, no seremos generosos con la Argentina”, dijo ante un grupo de periodistas en la Casa Blanca. La frase expone la brutalidad con la que Trump concibe las relaciones internacionales: todo es una transacción, una competencia o una revancha.
El insulto como
política exterior
Desde sus primeros años en la política, Trump hizo de la grosería una herramienta. Llamó “pequeño hombre cohete” a Kim Jong-un; “perdedor” a Justin Trudeau; “cobarde” a Emmanuel Macron; y “enemiga del pueblo” a Angela Merkel por su política migratoria. Se burló de la reina Isabel II llegando tarde a los actos y caminando por delante de ella, rompiendo un protocolo que ni los líderes más osados se atrevían a desafiar. Calificó a la OTAN como “obsoleta” y a la Unión Europea como “una amenaza comercial peor que China”. Todo, siempre, en el mismo tono pendenciero y vulgar.
Su segundo mandato ha multiplicado los episodios. En 2024 llamó “corrupto inútil” a Volodímir Zelenski durante una conferencia en Florida, insinuando que Ucrania “tendría que haberse rendido hace tiempo”. Y meses después le tendió una “emboscada en vivo” cuando lo visitó en la Casa Blanca y, en medio de una charla enormemente tensa, lo acusó de faltarle el respeto a Estados Unidos y de “no tener cartas” para imponer condiciones en la búsqueda de una salida pacífica a la invasión rusa a Ucrania.
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En el G-7 de Tokio, Trump ridiculizó públicamente a Rishi Sunak, a quien llamó “ese chico de Goldman Sachs que quiere quedar bien con todos”, y abandonó anticipadamente la foto oficial. Con Lula da Silva mantuvo una reunión de apenas diez minutos, de la que se retiró diciendo “los socialistas siempre piden, nunca dan”. Incluso con Netanyahu, a quien considera aliado, se permitió decir que “Israel se comporta como si pudiera prescindir de nosotros, pero sin nosotros no existiría”.
Un liderazgo sin respeto
En política internacional, los gestos pesan tanto como las palabras. Y Trump, que domina el espectáculo mejor que nadie, entiende que su público interno aplaude la insolencia como sinónimo de fuerza. Pero lo que en Estados Unidos se vende como “hablar sin filtros”, en el resto del mundo se percibe como una peligrosa degradación de las formas democráticas y del respeto entre naciones.
El caso Milei es revelador. El presidente argentino, que en varios foros imitó el tono trumpista y buscó identificarse con su ideario, ahora recibe una dosis del mismo desprecio que tantas veces celebró. Trump no distingue entre amigos y adversarios: solo entre quienes le son útiles y quienes dejan de serlo.
La lógica del matón
Lo más preocupante no es la ofensa puntual, sino la naturalización del atropello. Cada vez que Trump lanza una grosería contra un líder extranjero, el mundo se divide entre los que lo justifican por “decir la verdad sin corrección política” y los que lo consideran un peligro para el equilibrio global. En esa polarización reside su poder: necesita el conflicto como combustible.
Trump ha logrado algo inédito: que la grosería se vuelva política exterior, que la intimidación sea un instrumento de gobierno. La pregunta no es ya qué país será el próximo blanco de su desprecio, sino cuánto más podrá resistir el sistema internacional antes de que el maltrato se convierta en la norma.
Lo más preocupante no es la ofensa puntual, sino
la naturalización
del atropello
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